martes, 24 de julio de 2012

EL CASTAÑO
Cuento japonés

     En el tiempo en que los príncipes gobernaban las tierras del Japón, había un pobre pescador llamado Saburo que vivía en una aldea junto a la playa con su mujer, Hana, y su preciosa hijita, Aiko. La casa de Saburo era sencilla y humilde -dañada por muchos años de sol y de lluvia- y dentro prácticamente no tenían nada. Los tablones de madera de las paredes no estaban bien clavadas y en las noches de viento era como si toda la casa y la familia que en ella se refugiaba temblaran.
     En la temporada de pesca, Hana se levantaba pronto para preparar albóndigas de arroz para Saburo, quien se adentraba en la bahía con la barca y se quedaba allí hasta la tarde echando las redes para pescar. Hana y Aiko esperaban intranquilas a que él regresara. De vez en cuando, si Saburo había pescado una pieza grande, Hana preparaba una espesa sopa con trozos de pescado de verdad en vez del caldo aguado que comían todos los días, y también le hacía pastelillos de arroz a Aiko. Para la niña, aquellas comidas tan especiales junto a sus padres eran los mejores momentos. Quería a sus padres con locura.
     Pasaron los años y Aiko se convirtió en una joven muy hermosa, tan delicada que los vecinos no podían evitar hacer comentarios. Un día, durante la temporada de pesca, Saburo salió con la barca como siempre. El cielo estaba cubierto por unas nubes oscuras y amenazadoras. Como el día se oscurecía cada vez más y Saburo no volvía, Hana y Aiko se preocuparon. El viento no paró de soplar en toda la noche, pero Saburo tampoco volvió. Hasta la mañana siguiente Hana y Aiko no supieron que Saburo se había ahogado. Un gran barco había chocado contra su barca y ésta se había hundido. Aquel día, la vida de las dos mujeres cambió para siempre. Los vecinos las ayudaron a sobrellevar su dolor tras la muerte de Saburo, y les llevaban pequeñas bandejas con comida y cuencos llenos de arroz, porque eran buenas personas y sabían que la mala suerte puede tocarle a cualquiera. Pero es difícil ser generoso cuando se es pobre y no se tiene casi nada para repartir.
     Cuando se les acabaron los ahorros, Aiko no pudo soportar ver a su madre languidecer de hambre. «Iré a la ciudad a buscar trabajo», anunció. A pesar de las protestas de su madre, Aiko caminó una hora hasta la ciudad más cercana, Uchimira. Llamó a muchas puertas ofreciéndose como sirvienta, pero la mayoría de las casas ya tenían servicio. Al final, llegó a una casa muy rica, en la que se colocó como criada. El trabajo era duro y no se terminaba nunca, y las manos de Aiko se estropearon de tanto limpiar y fregar, cargar leña y barrer suelos. Muchas veces, mientras hacía sus tareas, se le cerraban los ojos de cansancio. Y como prefería volver todos los días a su casa andando que quedarse a dormir en la casa de la señora, como hacían las demás criadas, cada vez se sentía más agotada. A medio camino entre el pueblo y la ciudad, Aiko se paraba a descansar bajo un enorme castaño. En cuanto veía el árbol, a Aiko le invadía una sensación de alivio porque sabía que ya había recorrido gran parte del camino. Se sentaba junto al árbol, acariciaba su corteza marrón y arrancaba las ramillas que nacían del tronco. Después cogió la costumbre de hablar con el árbol y de contarle su vida y la pena que afligía a su anciana madre. Al lado del árbol se sentía muy confortada y ya le gustaba en todas las estaciones. En verano le llevaba a su madre los racimos de pequeñas flores. En otoño, veía cómo las hojas de color verde oscuro se volvían de un bonito color amarillo pálido, y era el momento de coger las bolas cubiertas de espinas que contenían las deliciosas castañas. Tras sus secretos encuentros con el árbol, Aiko siempre se sentía un poco mejor. Era como si el árbol le transmitiera su fuerza y el trayecto transcurriera más deprisa.
     Los años pasaron y Aiko se convirtió en una mujer joven. Una tarde, cuando se detuvo junto al castaño para descansar, captó en el aire un sentimiento de tristeza y se acercó más a su amigo para consolarse. De repente, oyó una extraña voz que venía de más arriba, como si surgiera del árbol. -Aiko, hija mía -dijo la voz-. Ha llegado el momento de separarnos. El príncipe ha ordenado que me corten. Escúchame atentamente. Me convertirán en un barco. Ese barco zarpará de tu pueblo. No me moveré hasta que vengas y me abraces como haces todos los días, y me digas: «Soy Aiko, tu amiga». Aiko miró para arriba. Los árboles no hablan, se dijo. Pero, ¿de dónde sino podía venir la voz? Quizá estaba cansada y se imaginaba cosas. Sintió que el árbol había compartido con ella su tristeza. Confusa y apenada, Aiko partió a toda prisa hacia su casa cuando ya había anochecido.
     Al día siguiente se detuvo junto al árbol y como parecía que nada había cambiado, compartió su secreto con él. «He tenido una pesadilla», le dijo. «He soñado que el príncipe ordenaba que te cortaran. No podría soportar que te llevaran lejos de aquí». Y se abrazó al árbol. El viento sopló entre las hojas y Aiko se fue hacia casa. Al cabo de algunos días, cuando Aiko volvía al pueblo, la sorprendió una gran tormenta. La estación de las lluvias era la más difícil. Hacía frío y siempre estaba oscuro. Al oir el estallido de un trueno, Aiko echó a correr para guarecerse bajo el frondoso follaje del castaño. Con horror vio que el árbol ya no estaba. Había desaparecido. Tapándose la boca con las manos, fue corriendo hacia el lugar donde antes crecía el árbol. La lluvia lo mojaba todo a su alrededor y ella, abrazada al tocón, se puso a llorar como si hubiera perdido a un amigo querido. Al final no había sido un sueño. El árbol realmente había hablado con ella.
      Aiko recogió algunas hojas secas en recuerdo de su amistad y se encaminó hacia su casa bajo la lluvia, cansada y afligida en lo más hondo de su corazón. Para Aiko, el camino entre el trabajo y su casa nunca volvió a ser el mismo. A medida que pasaban los días, la joven iba palideciendo y perdiendo las fuerzas. Los vecinos ya no hablaban de su belleza o de su encanto. Era como si la muchacha que un día conocieron hubiera desaparecido.
     Una mañana, cuando se iba a Uchimira, oyó que en el pueblo había un gran bullicio. Aquella noche había llegado un gran barco y se estaban haciendo los preparativos para que zarpara enseguida. Había tanta animación, que Aiko decidió que no iría a trabajar y se quedó mirando embobada cómo los vecinos del pueblo se apiñaban en la playa para ver llegar al príncipe en su palanquín real, dispuesto a botar el barco. El príncipe vestía un magnífico quimono negro, con los escudos de armas bordados en el pecho y en las mangas. Los lugareños agacharon la cabeza a su paso. No tardó en llegar el momento de zarpar, pero tal como el árbol había predicho, el barco no se movió. Un montón de hombres intentaron empujarlo mar adentro, pero parecía que había arraigado en la arena. El príncipe, desconcertado, se dirigió a sus hombres y todo el mundo se vio enfrentado al reto. Muchos pescadores, hombres fuertes y bregados, probaron suerte, pero el barco permaneció inmóvil.
     A Aiko el secreto estaba a punto de hacerle estallar el corazón. «¡Dejadme que lo intente yo!», dijo, ruborizada por los nervios. Todos quedaron en silencio. No podían creer que hubieran oído una voz femenina y se volvieron para ver a quién pertenecía. -¡Anda! ¡Pero si es nuestra Aiko! -gritó un vecino, rompiendo el largo e incómodo silencio. Todos apreciaban a Aiko y la admiraban por la devoción que sentía por su madre, ¿pero qué diantre hacía la chica? Cuando vieron la intensidad de su mirada, la gente empezó a animarla. «¡Aiko!, ¡Aiko.» La joven empezó a caminar hacia el barco. Los guardias reales dieron un paso al frente para cortarle el paso, pero el príncipe, haciendo un gesto con la cabeza, les hizo volver atrás. Era la cosa más rara que había visto en toda su vida. La gente volvió a guardar silencio y miró a Aiko de cerca, temiendo por ella.
     Cuando llegó al lado del barco, Aiko lo abrazó como solía abrazar al árbol. Pero no pasó nada. Superada por la emoción, Aiko se dio cuenta de que había olvidado decir las palabras. Sintiendo el nerviosismo de la gente que tenía detrás, abrazó al barco de nuevo y le susurró: «Soy Aiko, tu amiga». Lentamente, el barco empezó a deslizarse hacia el mar. El príncipe la miró sin salir de su asombro mientras la gente gritaba enloquecida. Él les hizo callar y ordenó que llevaran a Aiko a su presencia. Quería ver de cerca a aquella mujer tan fuerte. Pero en vez de una joven corpulenta, vio una muchacha delgada, que irradiaba una serena belleza. Aiko hizo una gran reverencia ante el príncipe. Éste le preguntó el secreto de su fuerza y Aiko contestó que ella no tenía mucha fuerza. Entonces explicó la historia de su amistad con el castaño.
     -¿Cómo puedo recompensarte? —preguntó el príncipe, incapaz de dejar de mirarla. Aiko dijo que no con la cabeza y le respondió que ya se sentía recompensada con el recuerdo de una amistad tan especial. Entonces las lágrimas resbalaron por sus mejillas. El príncipe estaba fascinado. Y más raro es todavía lo que pasó a continuación. El príncipe le pidió que se casara con él delante de todos los habitantes del pueblo. Primero, una ola de estupefacción recorrió a todos los que allí estaban reunidos, pero después empezaron a gritar entusiasmados y a felicitar a Hana, que se encontraba entre ellos. Aiko miró tiernamente el barco y entonces sus ojos buscaron los de su madre. Hana alzó las manos para bendecir a su hija y Aiko sonrió entre lágrimas. La buena suerte fue, sin duda, un regalo de amistad del castaño.

---Fin---

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