RICARDO CODORNÍU Y STÁRICO (Cartagena, 1846-1923) "el apóstol del árbol"
El árbol en la playa
A Rosario H-N. y C.
Un poeta paseaba cerca de la orilla del mar, mirando cómo rompía en la arena el oleaje, y formaba elegantes curvas con el más refinado arte; en ello buscaba inspiración para cantar la ausencia de su amada en lastimera oda. Todo aparecía negro y triste a su vista: le daban lástima las olas, siempre obligadas a ir y a volver, y cuando llegan a la playa buscando descanso, reciben tan fuerte golpe que gimen de dolor, coronándose por la blanca espuma que forman sus suspiros, y derraman esas lágrimas que, en ocasiones, salpicaban la faz del vate plañidero.
Continuando su paseo vio un algarrobo, que crecía no lejos de la orilla y cuyo vivir creyó lastimoso. Supuso que, aterrorizado el árbol por los rugidos del mar, se esforzaba por huir del agua salada, ansiando hallarse tierra adentro.
En efecto, el tronco estaba muy inclinado y las ramas que recibían directamente el empuje de los vientos marinos eran cortas, retorcidas y estaban casi sin hojas, mientras las opuestas se extendían rectas, cual brazos de acobardada mujer que, huyendo de un cruel perseguidor, pide auxilio. Además mostraba el principio del sistema radical, que parecía sujetarlo a pesar suyo, al lugar donde germinó. Recordaba su aspecto aquellos árboles de la selva humana, dibujada por el genio de Doré al ilustrar con mágico buril la Divina Comedia, o bien uno de esos horribles crímenes, que frecuentemente muestra el cinematógrafo, para desvelar luego a niños y niñeras.
Entonces el poeta, hallando lo que buscaba empezó a cantar, en larguísimos versos acentuados a la francesa, los tormentos del desgraciado árbol, aunque ciertamente menores que los suyos, por no disponer de un veloz aeroplano para lanzarse en seguimiento de la musa que le inspiraba. Sin embargo parece que no agradó al árbol la poesía modernista y con objeto de hacer callar al hijo espúreo de Apolo dijo al poeta lo siguiente, que le hizo el mismo efecto que si hubiera recibido una ducha de agua fría:
-Amigo, la cosa no es tan tremenda como te hace suponer tu decadente imaginación. Ni el océano me odia, ni sopla el viento para amargarme la vida, ni los árboles tememos al mar, ni quiero apartarme del lugar donde nací, por tener bien sabido que cuando se transplanta alguno de mi especie tan crecido como yo, queda expuesto a gravísimos riesgos que comprometen la vida, aparte de que los árboles no sentimos propensión al turismo.
Contra tu creencia, no me son dañosos los vientos marinos; al contrario, pues como siempre soplan bastante húmedos, me sirven a modo de rocío. Pero lo malo es que cuando vienen demasiado deprisa, arrastran esas llamadas por ti lágrimas de las olas, y son gotitas de agua pulverizada, que, por desgracia, traen disueltas partículas de sal. Por ello, al depositarse sobre mis hojas, queman las microscópicas boquitas que en ellas hay y que me sirven para respirar.
Cuando el aire pasa a la otra parte de mi copa llega ya filtrado a través de las ramas torcidas y hojas tostadas, y no me perjudica. El impulso del viento es la única causa de que mi tronco crezca inclinado, de que se retuerza la mitad que mira al mar de mi ramaje y de que sea recta y horizontal la otra mitad.
A Rosario H-N. y C.
Tamarix en Roquetas de Mar, Almería |
Un poeta paseaba cerca de la orilla del mar, mirando cómo rompía en la arena el oleaje, y formaba elegantes curvas con el más refinado arte; en ello buscaba inspiración para cantar la ausencia de su amada en lastimera oda. Todo aparecía negro y triste a su vista: le daban lástima las olas, siempre obligadas a ir y a volver, y cuando llegan a la playa buscando descanso, reciben tan fuerte golpe que gimen de dolor, coronándose por la blanca espuma que forman sus suspiros, y derraman esas lágrimas que, en ocasiones, salpicaban la faz del vate plañidero.
Continuando su paseo vio un algarrobo, que crecía no lejos de la orilla y cuyo vivir creyó lastimoso. Supuso que, aterrorizado el árbol por los rugidos del mar, se esforzaba por huir del agua salada, ansiando hallarse tierra adentro.
En efecto, el tronco estaba muy inclinado y las ramas que recibían directamente el empuje de los vientos marinos eran cortas, retorcidas y estaban casi sin hojas, mientras las opuestas se extendían rectas, cual brazos de acobardada mujer que, huyendo de un cruel perseguidor, pide auxilio. Además mostraba el principio del sistema radical, que parecía sujetarlo a pesar suyo, al lugar donde germinó. Recordaba su aspecto aquellos árboles de la selva humana, dibujada por el genio de Doré al ilustrar con mágico buril la Divina Comedia, o bien uno de esos horribles crímenes, que frecuentemente muestra el cinematógrafo, para desvelar luego a niños y niñeras.
Entonces el poeta, hallando lo que buscaba empezó a cantar, en larguísimos versos acentuados a la francesa, los tormentos del desgraciado árbol, aunque ciertamente menores que los suyos, por no disponer de un veloz aeroplano para lanzarse en seguimiento de la musa que le inspiraba. Sin embargo parece que no agradó al árbol la poesía modernista y con objeto de hacer callar al hijo espúreo de Apolo dijo al poeta lo siguiente, que le hizo el mismo efecto que si hubiera recibido una ducha de agua fría:
-Amigo, la cosa no es tan tremenda como te hace suponer tu decadente imaginación. Ni el océano me odia, ni sopla el viento para amargarme la vida, ni los árboles tememos al mar, ni quiero apartarme del lugar donde nací, por tener bien sabido que cuando se transplanta alguno de mi especie tan crecido como yo, queda expuesto a gravísimos riesgos que comprometen la vida, aparte de que los árboles no sentimos propensión al turismo.
Contra tu creencia, no me son dañosos los vientos marinos; al contrario, pues como siempre soplan bastante húmedos, me sirven a modo de rocío. Pero lo malo es que cuando vienen demasiado deprisa, arrastran esas llamadas por ti lágrimas de las olas, y son gotitas de agua pulverizada, que, por desgracia, traen disueltas partículas de sal. Por ello, al depositarse sobre mis hojas, queman las microscópicas boquitas que en ellas hay y que me sirven para respirar.
Cuando el aire pasa a la otra parte de mi copa llega ya filtrado a través de las ramas torcidas y hojas tostadas, y no me perjudica. El impulso del viento es la única causa de que mi tronco crezca inclinado, de que se retuerza la mitad que mira al mar de mi ramaje y de que sea recta y horizontal la otra mitad.
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Los árboles nos dan ejemplo de resignación y constancia para luchar contra las circunstancias adversas que les rodean y utilizar las favorables. Casi siempre el hombre procede al contrario.
---Fin---
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