La secuoya en memoria de “Mary Sutherland”



"Quién hubiera dicho que estos poemas de otros iban a ser míos, después de todo hay hombres que no fui y sin embargo quise ser, si no por una vida al menos por un rato..." Mario Benedetti. A los amantes de los árboles,... localización, poesía, cuentos/leyendas, etc.
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José María Madrid, propietario de la empresa familiar que selecciona y vende olivos de toda la Península... |
Los jardines del Buen Retiro lucen desde el pasado 12 de abril un nuevo árbol, ahora el más anciano de Madrid, que ha llegado para convertirse en emblema de la capital. O al menos ese es el propósito del Ayuntamiento, que lo presentó como “símbolo de su compromiso con la sostenibilidad local y de su lucha contra la deforestación” pese a que la ciudad ha perdido 78.616 árboles maduros con José Luis Martínez-Almeida como alcalde. Un recién llegado que realmente no es tan novedoso, ya que según el consistorio data de 1396 y supera al ahuehuete del Retiro de principios del siglo XVIII para convertirse en el abuelo del parque. Ahora bien, ¿cómo se muda al Retiro un ser vivo con 627 años? La respuesta está en un pueblo al sureste de Madrid.
Carabaña, a orillas del río Tajuña, es una localidad madrileña donde el cultivo del olivo tiene mucho peso ya desde la época romana. Sus aceitunas y especialmente su aceite son los más valorados de toda la Comunidad. Pero en una empresa familiar, El Ventorro 1920, se percataron de que este árbol tiene potencial en sí mismo por su belleza, su imponente tamaño y la facilidad para conservarlo y trasplantarlo. A comienzos de la primera década del siglo XXI, José María Madrid, su mujer Pepi y sus hijos José María, Arturo y Carlos convirtieron la venta de olivos enteros en su negocio principal.
Como en muchas grandes historias, el primer giro llegó con una herencia. Pepi y su hermana recibieron un terreno en Carabaña con 162 olivos. La familia Madrid vendió la propiedad pero se quedó las plantas y las reubicó en su propia finca, El Ventorro. En 2004 dieron un nuevo impulso al negocio. Después de un viaje por la Costa Azul francesa, José María padre y José María hijo descubrieron la enorme veneración que el olivo despierta en distintas partes de Europa. Llegaron a encontrar extraordinarios ejemplares en Mónaco, muchos de ellos llegados de España. Así que se lanzaron al mercado de su conservación, venta y transporte.
Así se compra un olivo
“El proceso es muy sencillo. En el caso del que ha comprado ahora el Ayuntamiento, por ejemplo, enviaron a alguien de Acciona [empresa de promoción y gestión de infraestructuras de construcción, servicios y energías renovables]. Le gustó un olivo, nos lo señalizó y dos años después se lo han llevado”, explica Arturo Madrid, uno de los actuales copropietarios de El Ventorro 1920, en declaraciones a este medio.
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El olivo centenario que acaba de 'mudarse' desde Carabaña al Parque del Retiro |
Por “decoro” prefiere no concretar la cuantía que el consistorio ha abonado por el ejemplar. Sí detalla que “pueden llegar a pagarse 1.500 o 2.000 euros”, pero las cantidades varían dependiendo fundamentalmente del tamaño, la estética y en menor medida la antigüedad. Aunque aquí la iniciativa haya partido de una administración, Arturo apostilla que “el 90% de los clientes son particulares que quieren colocar un olivo en su jardín”. Y añade: “El principal negocio está en la exportación, se venden mucho por el resto de Europa y Asia. Nosotros no nos metemos ahí y nos centramos en España”.
Eso en cuanto a la venta, pero el paso previo es conseguir los árboles que luego ofrecen. Algunos, como el que ahora puede verse en El Retiro, han sido cultivados en la propia Carabaña. “Es nativo”, presume Arturo. Otros los seleccionan en sus continuos viajes por la Península Ibérica y luego los trasladan: “Los arrancamos, los podamos y los traemos a nuestro olivero. Aquí los enmacetamos y es donde los clientes los visitan para echar un vistazo o después de hacerse con ellos en nuestra página web”.
Posteriormente, se encargan de llevarlos a la casa del comprador con un camión-grúa y plantarlos en la propiedad. “Es una especie que aguanta muy bien el trasplante, aunque hay que saber hacerlo y es recomendable que esté podado casi en su totalidad. Más allá de eso rebrota muy bien y no necesita muchos requisitos de conservación, no es una planta pija”, asegura Arturo. Estos árboles soportan tan bien el paso del tiempo que actualmente tienen un olivo de 1.500 años, originario de Portugal.
No obstante, este empresario admite que es difícil conocer con
exactitud la edad de un olivo, pese a que el Ejecutivo municipal la ha
comunicado con absoluta concreción: “No es como un pino, que puedes
averiguarlo gracias a los aros si cortas el tronco. En este caso es un
poco aproximado. Se puede dar un margen de 40-50 años arriba y abajo por
el grosor o la corteza, pero orientativamente. Al Ayuntamiento le
dijimos que este era un árbol con alrededor de 600 años, no sé si
posteriormente han hecho algún análisis para saberlo más específicamente
o simplemente es marketing”.
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AURELIA SNAIDERO (Argentina)
Amo los árboles
ANDREA FISCHER, en National Geographic, 2022
Qué sabemos del árbol arcoíris, la especie de eucalipto exótico más colorida del mundo
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Farabige Rinde des Regenbogen Eukalyptus (Eucalyptus deglupta), Maui, Hawaii, EE.UU. / Getty Images |
Conforme el eucalipto arcoíris se hace más viejo, una serie de parches multicolores aparecen en su corteza. Ésta es la razón.
De entre todas las especies de árboles exóticos que existen, el eucalipto arcoíris es el único que florece en el Hemisferio Norte. Además, tiene una particularidad que lo distingue de las demás especies vegetales en el planeta: cuando pierde su corteza, sobre el tronco florecen diferentes tonalidades violeta, verde, azul, naranja y rojo. Ésta es la razón.
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Rainbow Gum Tree en Lambarene, Gabón. / Getty Images |
Azul, púrpura, naranja y luego tonos granates
También conocido como Eucalyptus deglupta, documenta la base de datos Naturalista, el eucalipto arcoíris se distribuye naturalmente por Nueva Bretaña, Nueva Guinea, Seram, Sulawesi y Mindanao. En todos estos países, se caracteriza por los parches multicolor que aparecen sobre el tronco cuando cambia de corteza.
Este fenómeno ocurre varias veces a lo largo del año, sin importar la estación ni las condiciones climáticas. Sucede porque el árbol tiene una corteza interna de un verde brillante que, al oxidarse, se torna "azul, púrpura, naranja y luego tonos granates", según la base de datos.
Cuando alcanzan la madurez, llegan a medir hasta 75 metros de alto. Sus hojas se extienden hasta 13 centímetros, y en algunas ocasiones producen flores por umbela. La copa es típicamente cónica, pero se aplasta cuando llegan a una edad avanzada.
Eucalipto arcoíris: un gigante multicolor de la selva
El eucalipto arcoíris se distingue de otras especies similares por ser el único que florece en la selva, explica My Modern Met. En cada caso, se mantiene la misma constante: conforme el árbol madura, las capas en la corteza se van cayendo y adquiere nuevos colores únicos.
A pesar de que su hábitat natural está en la selva, el Eucalyptus deglupta ha demostrado ser increíblemente adaptable a otros ecosistemas. Por ello, jardines botánicos en todo el mundo han logrado que la especie crezca en sus santuarios especializados. No sólo eso: también se ha dado en los patios traseros de personas en Estados Unidos, en climas tan secos como el de Texas.
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Un escarabajo Catoxantha opulenta sobre la corteza de un eucalipto arcoíris. / Getty Images |
Además de la impresionante gama de colores que el árbol presenta en la corteza, tiene un gran valor comercial. Más que nada, porque es una excelente fuente de pulpa para producir papel blanco. No sólo eso: también se usa como planta ornamental en parques públicos alrededor del mundo.
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Foto: Vick Mellon |
Cuando no llueve, los humanos buscamos el agua debajo de las piedras. A lo largo de la historia, hemos desarrollado técnicas más o menos efectivas (y más o menos respetuosas con el entorno) para tener siempre algo para beber y con lo que regar. Los embalses, los pozos o las plantas desalinizadoras nos ayudan, cuando están disponibles, a sobrellevar los periodos de sequía. Los animales también tienen sus estrategias para lidiar con la falta de agua, como desplazarse (a veces grandes distancias) en busca de nuevas reservas o reducir las necesidades de hidratación bajando la actividad. Pero, ¿cómo sobrevive un árbol?
Estos seres vivos están anclados a un mismo lugar, en el que pasan decenas, cientos e incluso miles de años. Por eso, sus estrategias para lidiar con situaciones estresantes, como una sequía, una ola de calor o una plaga, son muy diferentes a las de los animales. «Nosotros los humanos disponemos de muchos recursos para afrontar estas situaciones, desde la lucha o huida, hasta la construcción de herramientas y refugios. La supervivencia animal radica en gran medida en la experiencia, que nos permite una mejor evaluación, anticipación y respuesta ante un riesgo. Y esta experiencia se basa en la memoria», explica Lara García-Campa, investigadora predoctoral Severo Ochoa del Área de Fisiología Vegetal de la Universidad de Oviedo.
«Las plantas no tienen la capacidad de desplazarse ni tampoco tienen una memoria compleja basada en un sistema nervioso como el de los animales, pero cuentan con sistemas más simples a nivel celular, que desencadenan estrategias diferentes a las que poseen los animales», añade. La última investigación publicada por García-Campa y otros investigadores del Área de Fisiología Vegetal de la Universidad de Oviedo ha concluido que los árboles tienen mecanismos para recordar situaciones ambientales desfavorables, responder cada vez mejor a situaciones de estrés y transmitir esa información a su descendencia. Los árboles tienen una especie de memoria climática en los genes.
Las muchas memorias de los árboles
La primera vez que tocamos el fuego, nos quemamos. Pero lo más probable es que esto no se vuelva a repetir. Los seres humanos, como muchas otras especies, recordamos la situación y sus consecuencias negativas para evitarlas en el futuro. De hecho, es muy probable que ese primer contacto con el fuego nunca se llegue a producir, porque nuestros padres o nuestros abuelos nos hayan advertido de las probabilidades de quemarnos y nos hayan transmitido información que se pasa de generación en generación como parte de una memoria colectiva que va acumulando conocimiento útil para nuestra especie.
La memoria humana está basada en un sistema nervioso complejo del que carecen las plantas. Sin embargo, esto no significa que estas no tengan sistemas propios para transferir información internamente y entre generaciones. El estudio de la memoria de las plantas, de su habilidad para retener información de estímulos pasados y responder a ellos en el futuro, ha descrito que las plantas cuentan con diferentes mecanismos para recordar. Son mecanismos muy distintos a los de los animales, pero persiguen el mismo objetivo: aprender para adaptarse a los cambios.
Algunas plantas, por ejemplo, reducen o aumentan la concentración de una sustancia química determinada en ciertos tejidos como respuesta a un suceso estresante. Mantienen esta concentración durante un período de tiempo y la usan como señal para una respuesta de recuperación. Otras presentan respuestas epigenéticas, modificando la forma en que se expresan sus genes para responder de forma más efectiva a las situaciones de estrés en el futuro. «Siempre que hablamos de adaptación deberíamos entenderlo como una coordinación de varios procesos más que uno de ellos llevando la voz cantante», explica Lara García-Campa.
La investigación de la Universidad de Oviedo ha profundizado en el conocimiento de una nueva respuesta genética que los árboles usan para recordar situaciones ambientales desfavorables como las olas de calor o los periodos de sequía. Este mecanismo les permite responder mejor a sucesivos periodos desfavorables, cada vez más frecuentes en el contexto de cambio climático, y transmitir el “conocimiento” a su descendencia.
Memoria intergeneracional frente al cambio climático
«Cuando las plantas perciben un estrés por primera vez, encienden las alarmas, como cualquier otro ser vivo», detalla la investigadora. «En un primer lugar, se activan unos mecanismos generales de respuesta, que son suficientes para afrontar niveles de estrés bajo. Estos mecanismos tratan, principalmente, de prevenir el daño oxidativo en la célula y de mantener la integridad de las distintas estructuras y orgánulos que forman las células. Pero si el estrés es más intenso, se activa una maquinaria molecular con respuestas más avanzadas y, generalmente, más específicas».
Tal como explica García-Campa, esta respuesta se basa en activar genes específicos que hasta ese momento estaban dormidos y en modificar la forma en que estos genes se transcriben (se traducen en proteínas) mediante un mecanismo conocido como splicing alternativo. «Este proceso puede originar distintas proteínas a partir de un mismo gen», puntualiza. «De igual forma que cuando preparamos una receta de cocina debemos adaptarla a los ingredientes que tengamos, las células, a través de la transcripción y el splicing alternativo, pueden adaptar el funcionamiento de los genes para que respondan mejor en determinadas situaciones».
Una vez pasa la sequía o la ola de calor, las plantas recuerdan esto y mantienen un pequeño número de formas genéticas alternativas, lo que les permite responder de forma rápida y eficiente cuando la situación se repite en el futuro. Es decir, recuerdan para aprender del pasado y reducir los daños en el futuro. El estudio de la Universidad de Oviedo se llevó a cabo en pinos, pero el mecanismo se ha descrito en otras especies, lo que hace pensar a los investigadores que probablemente sea algo extendido. «Por lo tanto, las plantas, al igual que los animales, son capaces de percibir, recordar y aprender de experiencias negativas para poder afrontarlas mejor la próxima vez que se presenten», añade Lara García-Campa.
Porque lo más probable es que se vuelvan a presentar. De acuerdo con el informe especial sobre la tierra y el cambio climático del Panel Intergubernamental de Expertos en Cambio Climático (IPCC), la salud y el funcionamiento tanto de árboles individuales como de los ecosistemas forestales se están viendo afectados por el aumento de la frecuencia, la gravedad y la duración de eventos meteorológicos extremos, como las olas de calor y las sequías e inundaciones. Además, son vulnerables a nuevas plagas y enfermedades que aumentan su zona de distribución al subir las temperaturas y sufren también las consecuencias de las temporadas de incendios más prolongadas.
«Las células vegetales tienen una gran plasticidad celular y son capaces de hacer frente a condiciones adversas y aprender de ellas. Pero invertir esfuerzos en paliar el estrés también conlleva consecuencias fisiológicas negativas como la ralentización del crecimiento», concluye Lara García-Campa. «Además, el cambio climático es más rápido que la velocidad de adaptación de las plantas, por lo que, lamentablemente, estamos cerca de un punto de no retorno en el que la realidad ambiental sobrepase la capacidad máxima de aclimatación de muchas especies. No debemos olvidar nuestra responsabilidad con nosotros mismos y con las generaciones futuras ahora que todavía estamos a tiempo y podemos dar pasos de gigante hacia un mundo más sostenible».
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