22 abril 2009

JOSEP CARNER - Presseguer florit

JOSEP CARNER (Barcelona, 1884-1970). 
Presseguer florit

En el turó més petit
–on cadascú juraria
que entre l’oratjol destria
un bell presseguer florit–,

    Venus fou visible als ulls
del merlot de la ribera;
allí s’ajustà, lleugera,
son cinyell o bé sos rulls.

    Tocatardans la conversa
ens féu, i en ésser al turó
sobtem l’aparició
en el moment que es dispersa.


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21 abril 2009

MIGUEL DE UNAMUNO (Bilbao, 1864-1936)
Las magnolias de la Plaza Nueva de Bilbao

Mi Plaza Nueva, fría y uniforme,
cuadrado patio de que el arte escapa;
mi Plaza Nueva puritana y hosca,
¡tan geométrica!

Tus soportales fueron el abrigo
de mis vagas visiones juveniles
mientras el cuadrado de tu pardo cielo
llovía lúgubre.

En ti, a la edad en que el imberbe mozo
ternuras rima, yo en mi mente ansiosa
con abstractos conceptos erigía
severa fábrica.

Dando vueltas en ti, nunca lo olvido,
discutía del todo y de la nada,
del principio primero de las cosas
y del fin último.

Entre tus casas orvallaba* triste
como si al mundo el cielo aleccionase,
era tu cielo un cielo, hoy lo comprendo,
muy metafísico.

En torno a aquel estanque de las ranas
de metal, vomitando el agua a chorros,
se alzaban desterradas las magnolias
soñando a América.

Llegaba primavera con tus flores
y el perfume, recuerdo de la selva,
a embalsamar el patio despedían
las blancas ánforas.

Tiritando las pobres bajo el terco
orvallo, con los trinos se dormían
que entre el verdor de su follaje alzaban
cientos de pájaros.

Así, bajo el tedioso sirimiri*
que hizo en mi alma caer la para lógica,
florecieron magnolias que soñaban
la patria mística.

Y me dieron perfumes de la selva
nunca hollada, y los pájaros celestes
bajaron a cantarme en su verdura
de amores trémulos.

Mi Plaza Nueva, fría y uniforme,
cuadrado patio de que el aire escapa,
mi Plaza Nueva, puritana y hosca,
¡mi metafísica!

* orvallaba – lloviznaba
* sirimiri - llovizna
Plaza Nueva, año 1874
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08 abril 2009

LOS KAURIS DE WAIOPUA FOREST, NZ


CONTEMPLAR LOS GRANDES KAURIS
Waipoua Forest, Isla del Norte, Nueva Zelanda


Estaba alojado en una de las cabañas que el servicio de parques nacionales tiene destinadas a los viajeros. El amanecer ya me encontró levantado y dispuesto a patear las bien trazadas y cuidadas sendas del bosque de Waipoua. Pero la climatología del lugar, pleno otoño, no estaba dispuesta a facilitarme la jornada. Así que bien dispuesto contra los elementos me dirigí a la colina donde el servicio de incendios tiene una torre de observación. Estaba cuidada pero no había nadie. Alrededor se levantaban perezosamente las brumas de la mañana y mirando hacia el norte contemplé la llegada de una oscura masa de nubes.
Estas islas son un farallón, encarado y orgulloso, en mitad de los mares del sur. Aquí golpean pertinazmente los vientos y las mareas del norte, aquí descargan sus iras las tempestades del océano. Más al sur serán ya insuperables.
Dentro del bosque el viento no se sentía. Al suelo sólo llegaban densas gotas de agua que lo empapaban. El viento hacía crujir las copas de los árboles indicándome que no era muy recomendable el seguir caminando. Sin embargo el turista o viajero no entiende de días buenos o malos, sólo que ése es el día, no va a tener más oportunidades. Fuertes ráfagas hacían gemir las copas de los altos kauris. Un gran cimal, en un crujido bestial, anunció su caída arrastrando ramas menores. Después… silencio. Yo sólo pensaba en llegar a contemplar los grandes árboles, seguro de que, si alguna otra rama mas caía, no me encontraría cerca.
Este bosque deja pasar la luz, es claro, a menudo se muestra a gran distancia y los altos árboles parecen columnas hacia el cielo. Las sendas te conducen con facilidad hacia los grandes monstruos, serenos, amables, corpulentos pero sin copa. Los más viejos parecen desproporcionados. Con los años han seguido incrementando sus anillos de crecimiento pero sus copas han sufrido el rigor de las tormentas y han sido desmochados repetida y despiadadamente. Sólo los jóvenes kauris tienen una copa proporcionada. Sucede también en otras especies. El servicio forestal los protege con esmero, incluso al Tane Mahuta -Dios del Bosque- con alambre de espino en la proyección de su copa, para que nadie dañe sus raíces. Las sendas, al llegar a las proximidades de un gran kauri, se elevan con entramados de madera para proteger las raíces del árbol. La contemplación de estos grandes seres te hacen olvidar el presente y te proyectan a un pasado que, deseo, no hayamos perdido.

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“…Hablo de gigantes de épocas olvidadas
aquellos que me alimentaron en tiempos pasados:
Nueve mundos en total, las nueve raíces del árbol,
el maravilloso fresno, se abren paso bajo la tierra…”

La creación del mundo según Völuspá

06 abril 2009

EL CIPRÉS DE SILOS
Martín Garrido Hernando

Asceta en oración comtemplativa
arrobo monacal en canto llano,
y sutil pensamiento castellano,
con impaciente enunciación de ojiva.

Tu esbelto capitel -estampa viva
de una Santa Hermandad, en molde humano-,
irrumpe en el azul, gentil y ufano,
en audaz escalada fugitiva.

¡Asceta en oración! Y, en duermevela,
románico en tu traza, un mundo de arte
que a tu claustral custodia se abandona.

Y tú, monje, y ciprés, y centinela,
celoso su guardián, de parte a parte,
con tu altiva capucha por corona.

1-4-1973

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04 abril 2009

Cuento de Japón - EL SAUCE

.EL SAUCE
Japón


      Hace mucho tiempo, en un pequeño pueblo cerca de Kioto, vivía un joven granjero llamado Heitaro.
      Trabajaba todos los días, desde el amanecer basta el atardecer, deslo­mándose en los campos. Y después, como solía hacer su padre, se sentaba a conver­sar con los vecinos bajo el único sauce del pueblo, desde el atardecer hasta bien entrada la noche. Así había sido desde siempre y todos pensaban que así seguiría siendo por siempre jamás...
      Pero un día llegaron unos emisarios del emperador. Necesitaban madera para construir un gran templo en la ciudad en honor a Kwannonja, Diosa de la Piedad, y para ello pretendían cortar el sauce.
      A los habitantes del pueblo les daba pena, pero no deseaban contrariar a Kwannon. Heitaro fue el único que se opuso a la tala.
      —¡Este árbol es el alma de nuestro pueblo! —exclamó—. No podemos permi­tir que se lo lleven. Tengo tres árboles más pequeños en mi casa. Propongo darle ésos al emperador.
Todos estuvieron de acuerdo y, al día siguiente, cortaron los tres árboles de Heitaro y los emisarios se los llevaron. Aquella noche, la luna brilló con una inten­sidad extraña. Como Heitaro no disponía de ningún árbol que le protegiese de la luz, le fue imposible conciliar el sueño. Se levantó y salió a dar un paseo. Dirigió sus pasos hacia el gran sauce en busca de consuelo.
      Para su sorpresa, vio a una extranjera junto al árbol, semioculta entre las som­bras. La joven mostró su delicado rostro, frágil como el pétalo de una flor, a Heitaro. Era tan hermosa que el joven enmudeció de la emoción y sólo cuando la vio mar­char pudo reaccionar y rogar:
      —¡Por favor! No te vayas...
      —Debo hacerlo...—murmuró la joven.
      —Entonces, vuelve mañana, cuando el sol se ponga. Te esperaré aquí.
      «¿Ha contestado que sí o ha sido el viento?», pensó.
      A partir de entonces, Heitaro no pudo pensar más que en ella. Al día siguiente, trabajó como un loco para conjurar el miedo que tenía de no volver a verla. Por la tarde, al reunirse con sus amigos bajo el sauce, apenas oyó lo que hablaban porque estaba deseando quedarse a solas. Cuando estuvo solo, esperó y esperó...
      Hasta que la joven llegó... y se quedó un rato a su lado... y conversaron, aunque no le quiso decir su nombre. Él le anunció que la llamaría Higo, que significa «la pequeña amiga del sauce» y ella sonrió. Y, mejor aún, le prometió que volvería a visitarle.
      Se reunieron noche tras noche durante semanas. Hablaron y se enamoraron. Al final, tras mucho rogarle, la joven aceptó casarse con Heitaro e irse a vivir con él. Todos los habitantes del pueblo la recibieron con los brazos abiertos y bailaron en su boda hasta que les dolieron los pies. Y, cuando un año después, su unión fue ben­decida con un hijo, el feliz Heitaro se convirtió en la envidia de todos. Y pasaron así varios años y todos pensaban que seguirían así por siempre jamás...
      Pero un día llegaron unos emisarios del emperador. Necesitaban madera para construir un gran templo en la ciudad en honor a Kwannon, la diosa de la piedad. Y para ello pretendían cortar el sauce.
      A los habitantes del pueblo les daba pena y a Heitaro también, pero no tenía más árboles que ofrecerles y no podía hacer nada más. Además, aunque le seguía gustan­do reunirse bajo el sauce con sus amigos, ya no se quedaba mucho tiempo por allí porque su corazón estaba en casa, con su familia. Aún así, cuando al día siguiente los emisarios del emperador cortaron el viejo sauce, se entretuvo más de lo habitual en su trabajo porque no deseaba ser testigo de aquel hecho. Y, por si eso no fuera sufi­ciente, regresó a su casa dando un rodeo para no pasar por el centro del pueblo.
      Llegó a casa cuando empezaba a anochecer. Le sorprendió ver que no había candiles encendidos ni le llegaba el olor de la cena, como ocurría habitualmente. De pronto se asustó y corrió hacia el interior de su vivienda. Su hijo lloraba senta­do en el suelo.
      —¿Dónde está tu madre? —preguntó Heitaro, aunque en el fondo de su cora­zón intuía la respuesta.
      —Cada golpe asestado al sauce —explicó el niño— hacía gemir a mi madre como si la hiriesen a ella. Cuando el árbol se tambaleó y crujió, mi madre empe­zó a temblar. Cuando el sauce cayó al suelo, ella se desmayó. Pero antes de tocar el suelo, lanzó un suspiro, un grito y un último beso amoroso, y desapareció.
      Heitaro abrazó a su hijo y se dirigió lleno de dolor hacia el pueblo. El viejo sauce yacía como un cadáver sobre el suelo y de su tronco todavía manaba savia. Las hojas temblaron al verlo acercarse. ¿Era el viento o era Higo que se despedía?
      Al caer el árbol se había partido una de las ramas, que yacía a un lado sin que nadie reparara en ella. Aunque pesaba mucho, Heitaro la llevó hasta su casa con la ayuda de su hijo, aunque parecía que era la rama la que llevaba al niño.
      Cuenta la leyenda que Heitaro le hizo una cama a su hijo con aquella rama del viejo sauce para mantenerle siempre cerca de Higo, su madre. Cuando el niño se acostaba en aquella cama, podía oír a su madre cantándole nanas para que se dur­miera.
      El niño creció y se convirtió en un gran artista capaz de pintar árboles llenos de vida, que parecían respirar. Y también cuentan que, cuando llegó a viejo, fumaba en una pipa tallada en madera de sauce y que el humo que rodeaba su cabeza tenía la forma de una hermosa mujer. Y cuando nadie miraba, él le hablaba a aquella mujer como se le habla a un ser querido...

---Fin---