miércoles, 21 de septiembre de 2011


ANTOINE DE SAINT-EXUPÉRY (Francia, 1900-1944)
El Principito - Cap. V

Cada día yo aprendía algo nuevo sobre el planeta, sobre la partida y sobre el viaje. Esto venía lentamente al azar de las reflexiones. Al tercer día me enteré del drama de los baobabs.
      Fue también gracias al cordero, pues el principito me interrogó bruscamente, como preocupado por una duda profunda:
      —¿Es verdad que los corderos se comen los arbustos?
      —Sí. Es cierto.
      —¡Ah, qué contento estoy!
      No comprendí por qué era tan importante que los corderos comiesen arbustos. Pero el principito añadió:
      —Entonces... ¿se comen también los baobabs?
      Le hice notar al principito que los baobabs no son arbustos, sino árboles tan grandes como iglesias y que aun si llevara con él todo un rebaño de elefantes, la tropa no acabaría con un solo baobab.
      Esta idea de la tropa de elefantes hizo reír al principito:
      —Habría que ponerlos unos sobre otros...
      Y luego añadió juiciosamente:
      —Los baobabs, antes de crecer, son muy pequeños.
      —¡Es cierto! Pero ¿por qué quieres que tus corderos coman baobabs?
Me contestó: «¡Bueno! ¡Vamos!», como si hablara de una evidencia. Y necesité un gran esfuerzo de inteligencia para comprender por mí mismo el problema.
      En efecto, en el planeta del principito había, como en todos los planetas, hierbas buenas y hierbas malas. Por consiguiente, de buenas semillas salían buenas hierbas y de malas semillas, hierbas malas. Pero las semillas son invisibles; duermen en el secreto de la tierra hasta que a una de ellas se le ocurre despertarse. Entonces se estira y, tímidamente al comienzo, crece hacia el sol una encantadora plantita inofensiva. Si se trata de una planta mala, debe arrancarse inmediatamente, en cuanto se ha podido reconocerla. En el planeta del principito había semillas terribles... como las semillas del baobab. El suelo del planeta estaba infestado. Si un baobab no se arranca a tiempo, ya no es posible desembarazarse de él más tarde; invade todo el planeta y lo perfora con sus raíces. Y si el planeta es demasiado pequeño y los baobabs demasiado numerosos, lo hacen estallar.
      «Es una cuestión de disciplina», me decía más tarde el principito. «Cuando uno termina de arreglarse por la mañana debe hacer cuidadosamente la limpieza del planeta. Hay que dedicarse regularmente a arrancar los baobabs en cuanto se los distingue entre los rosales, a los que se parecen mucho cuando son muy jóvenes. Es un trabajo muy aburrido, pero muy fácil».
Y un día me aconsejó que me aplicara a lograr un hermoso dibujo, que hiciera comprender a los niños de la tierra estas ideas. «Si algún día viajan —me decía—, esto podrá servirles de mucho. A veces no hay inconveniente en dejar el trabajo para más tarde, pero, si se trata de los baobabs, es siempre una catástrofe. Conocí un planeta habitado por un perezoso que descuidó tres arbustos...»
     Siguiendo las indicaciones del principito, dibujé aquel planeta. No me gusta mucho adoptar tono de moralista. Pero el peligro de los baobabs es tan desconocido y los peligros que puede correr quien se extravía en un asteroide son tan grandes, que no vacilo en hacer una excepción y exclamar: «¡Niños! ¡Cuidado con los baobabs!» Y sólo con el fin de advertir a mis amigos de estos peligros a que se exponen desde hace tiempo sin saberlo, es por lo que trabajé y puse tanto empeño en realizar este dibujo. La lección que con él podía dar, valía la pena. Es muy posible que alguien me pregunte por qué no hay en este libro otros dibujos tan grandiosos como el dibujo de los baobabs. La respuesta es muy sencilla: he intentado hacerlos, pero no lo he logrado. Cuando dibujé los baobabs estaba animado por un sentimiento de urgencia.

---Fin---

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