domingo, 21 de noviembre de 2010

DIGNA VILLANUEVA ALEQUÍN
El viejo árbol de mango

      Mi casa estaba pintada de blanco y amarillo. Y era tan larga como un tren. Tenía grandes ventanales a ambos lados. Era de madera y de noche mis hermanos y yo la escuchábamos hablar y quejarse. Mami decía que era la madera que se estaba acomodando. Para nosotros la casa seguía hablando. A veces nos daba temor, cuando en el silencio, nos despertaba. Pero un día, no sabemos cuándo, solo la escuchábamos y ya era parte de nuestras vidas, de nuestro diario vivir.
      Era una casa grande y larga como un sueño. Aún hoy me parece estar caminando por ella y sentir el crujir de la madera a mi paso, casi siempre en el pasillo que daba a nuestro cuarto. El patio, nuestro jardín de ensueños, era muy pequeño. En realidad eran dos pequeños “callejones” donde mi mamá había sembrado flores, plantas medicinales, con las que ella preparaba unos deliciosos guarapos para cuando estábamos enfermos y también para tomarlos en las tardes de mucho calor. Aún hoy recuerdo esos aromas, muy en especial el de la hierbabuena que ella me daba con leche y el de naranjo, claro, el de paletaria no podía faltar con sus hojas tan bellas y cristalinas. Pero lo que más me impresionaba y amaba era nuestro árbol de mango. Sí, era nuestro, estaba a la parte de atrás de la casa, y todos le queríamos.
      Siempre estaba alegre y sus hojas se mecían al rumor del viento. ¡Cómo se llenaba el patio con sus hojas y con sus florecitas amarillas! Y cuando el viento era muy fuerte, los mangos que caían golpeaban el techo y nosotros corríamos al patio a ver cuántos habían caído. Era nuestro momento de fiesta.
      Cuando estaba lleno de frutas, parecía un árbol de navidad con sus bolas amarillas. ¡Eran tantos! Los había grandes, pequeños, bien amarillos y un poco anaranjados y rojizos como el color del sol. Tomar uno entre mis manos era como tener un pedazo de atardecer. Ya en la noche, cuando los cubría la sombra de la oscuridad, eran esas mismas sombras las que los bendecían con su luz callada y serena, presagiando la hermosura de otra eternidad. Mis favoritos eran los bien amarillos y las chovitas. Aún me parece sentir su forma en mis manos, esa suavidad de terciopelo, ese sabor tan dulce, que se enredaba en mis dientes y llenaba de jugo mis labios.
      ¡Cómo lo disfrutaba! Era tan inexplicable ese aroma, que arropaba mis sentidos y me perseguía por las noches con el suave vaivén de su silencio que hacía eco en mi almohada.
       Nos divertía verlos caer, pero nos gustaba más poder cogerlos con nuestras manos o con la vara mágica que nos hizo nuestro padre para que no intentáramos subir a sus ramas. Era una vara larga como un sueño que quería alcanzar las estrellas. Al final tenía una lata, recuerdo que era de leche en polvo, para que el mango cayera dentro y no se machucara. ¡Cómo nos divertíamos en esas tardes en que nuestro árbol nos daba tan rico manjar y tan deliciosa sombra! Mi mamá preparaba dulce de mango en almíbar, también preparaba la pasta de mango que era muy apreciada en la familia y por nuestros vecinos. Me parece verla en la cocina, con ese olor a mangos frescos, dulces, el olor de la canela, del azúcar cuando está hirviendo. ¡Esa mezcla de aromas de mi tiempo!
      Siempre reinaste en aquel patio, como reinas ahora en mis recuerdos. ¡Qué felices nos sentíamos bajo tu sombra! ¡Qué tranquilidad cuando el viento mecía tus hojas y los mangos que estaban aún verdes se movían al compás del viento. Nunca quería recoger las hojas, eran como una alfombra que cantaba cuando caminaba sobre ella. Todavía hoy me disgusta recoger las hojas. Me gusta verlas caer, es como si cayera un pedazo de cielo enredado en esas hojas secas, a veces amarillentas, otras como el color canela de la tierra, la tierra de mi niñez.
      Un día llegaron ellos. Los nuevos dueños de nuestro patio, de nuestra casa y de nuestro árbol de mango. La casa era nuestra, el terreno no. Esa fue parte de la conversación que escuché de mis padres. Compraron los terrenos donde estaba nuestra casa, la de nuestros padrinos, donde estaba todo lo que amábamos, donde estaba nuestro árbol de mango.
      Había que partir. Dejar nuestra casa, nuestros sueños y recuerdos... dejar atrás nuestro árbol de mango. Todo se convirtió en un mar de silencio, mis padres susurraban como queriendo callar la realidad de la partida. En esos días caminaba más mi casa, quería grabar cada espacio en mi memoria, recordar cada momento que viví en ella. Todos esos años en que fuimos tan hermosamente felices, en especial, mi época favorita, la Navidad. Mi casa se vestía de magia para esperar a los Reyes Magos. Cada rincón guardaba su recuerdo, cada rincón dejó una huella en mi corazón. Cada tarde caminaba mi pequeño patio, me subía a la verja para verle más de cerca. Una tarde salté la verja, me acerqué para sentirle de cerca, me abracé a su tronco como se abraza un sueño, como se abraza una canción que se graba en los recuerdos. Y esa tarde al abrazar su tronco, la brisa que mecía mis cabellos los enredaba suavemente, como se enreda un sueño de amor. Sus ramas se mecían queriendo alcanzar el viento. Sus ramas en el silencio de aquella tarde me decían su último adiós, su último abrazo a mi niñez y a mis recuerdos.
      Partimos una noche. La casa quedó sumida en el silencio, vacía y llena de nuestras risas, de nuestro llanto, de nuestra algarabía infantil. Llena de nuestros días felices y de aquellos que nos llenaron de tristeza y dolor.
      Como lo fue el tener que partir, ver cómo se mudaban nuestros vecinos, mis padrinos, cómo se nos mudaba la vida a otra eternidad. Atrás quedaban los días de ir a la escuela, de correr por el patio, de esperar a los Reyes Magos, los gritos y risas de mis primos, las travesuras de mi hermana y las carreras de mi hermano buscando dónde esconderse cuando jugábamos.Todo quedó en aquel silencio, en aquella noche. Buscaba a mi amigo, le busqué en la oscuridad y cuando salí a la calle miré hacia donde se extendían sus ramas y un silencio nos cubrió a los dos. Sus ramas estaban quietas, dibujadas en las sombras de la oscuridad. Y en ese silencio vi la luz de los mangos teñidos de atardeceres, de ramas que querían alcanzarme...
      Sus ramas se extendían hasta mis recuerdos. ¡Lloré tanto! Las lágrimas seguían mojando mi rostro, bañando mi alma. Lloré un llanto tan callado y largo como la soledad que envolvía mi casa y mi corazón. No pude más y de mi garganta solo salió un grito callado que desgarraba mi ser, un adiós cuajado de días de estrellas amarillas que colgaban de mi alma, de un cielo bañado de atardeceres, de un tronco que en su silencio me decía: ¡te amo, mi niña!
      La casa en su dolor y desgracia se veía imponente, no suplicaba, solo callaba, guardando en sus entrañas el recuerdo de nuestras vidas pasadas, de nuestro amor por todo lo que significó en nuestra vida, por lo que significaba nuestro adiós. Ella fue la casa en que vivió mi padre, la de mis antepasados y el principio de la vida de mis padres cuando se casaron. Dolía dejarla ¡guardaba tanta vida en ella, tantos recuerdos grabados en sus paredes, en sus pisos!... Era como el dolor que guardaba mi árbol de mango, un dolor lleno de tristezas.
Mi madre me despertó del adiós y dijo, no llores, volverás a verla porque siempre vivirá en ti.
      Volví una tarde. Vi mi casa despojada de sus vestidos de madera blancos y amarillos, y convertida en un monte de madera carcomida por el tiempo y la desidia. ¡Qué dolor tan grande sentí! Las lágrimas asomaron a mi alma, y allí estaba él, mi árbol de mango. Nos miramos en silencio. Yo le quería alcanzar, pero mis manos no podían tocarle. Una verja inmensa nos separaba físicamente. Pero en un momento de silencio eterno su alma y la mía se alcanzaron, y sentí que una paz inmensa inundaba mi corazón. Era el adiós del tiempo que nos daba una oportunidad para abrazarnos una vez más.
Soñé que tenía la vara en mis manos y que alcanzaba una de mis estrellas favoritas, las que estaban bañadas de atardeceres. Y lloré sintiendo el despertar del sueño de que ya jamás nos volveríamos a alcanzar. Y supe que su recuerdo se quedaba dormido en mi recuerdo y que estarían por siempre en la memoria de mi corazón, mi casa y mi viejo árbol de mango.
      Pasaron los años. Y una mañana le robé una vuelta al tiempo, al recuerdo y le fui a ver. Allí estaba tras una inmensa mole de cemento que le tapaba como un pecado por ser tan hermoso y esbelto. Vi que ya no eras tan frondoso y que de tus ramas ya no colgaban mis estrellas llenas de atardeceres, pero yo te amaba, te amaba tal como eres. Te amé en mi tiempo de niña, como te amo en este momento en que soy una mujer y te puedo amar más porque te amo como eres. Mientras te miraba, sentía cómo mi alma se desbordaba de dolor y empezaron a correr por mi rostro las lágrimas de mi niñez, las lágrimas de mi vida, de ese llanto que una esconde dentro del alma y que en un momento como éste al estar frente a ti, corren, para darte la libertad de vivir.


Horizontes es la Revista de la Facultad de la Pontificia Universidad Católica de Puerto Rico.
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