miércoles, 11 de noviembre de 2009

EL CIPRÉS DE MI CLAUSTRO
Fray Justo Pérez de Urbel


Silencioso ciprés que en la limpia tersura
del estanque retratas tu severa figura,
que levantas la cresta, por la luna argentada,
el magnífico enigma de la noche azulada,
besando las arcadas de oro con tu sombra
y barriendo luceros en la celeste alfombra;
algo grande hay en ti, que me invita a pensar,
y a soñar, y a sentir, y a morir y a cantar:
algo grande y divino que endulza el sufrimiento,
que en las horas de angustia y de aniquilamiento,
aquel lácteo camino me señala el cielo,
y levanta mis ansias y despierta mi anhelo;
cual si hubiese en tus frondas algo que sueña y siente
el latido fraterno de un corazón ardiente…

Silencioso ciprés, cuya negra silueta,
como un dedo gigante me señala la meta
allá lejos, muy lejos…: un palacio de bruma,
una isla de oro, una ilusión de espuma,
la sombra imperceptible de una forma querida
que sin cesar persigue el alma dolorida.

¡Oh, galán de la noche! Árbol dulce y amigo,
compañero del monje, de sus luchas testigo:
tú recoges sus rezos y sus pálidos cantos;
te envuelven sus miradas, sus anhelos de santos,
y te asocias, muy grave, a sus mil postraciones,
cuando el viento te agita mientras sus oraciones.
Tú compartes sus éxtasis, con sus pesares lloras
y en la esfera estrellada enumeras sus horas;
desgarras los cendales de la desesperanza,
el corazón le llenas de una dulce añoranza
y el sueño le vigilas, quieto, inmutable y fuerte:
-el sueño de la vida y el sueño de la muerte.

¡Oh, ciprés, que en la página de la noche infinita
deletreas la “Summa” con luceros escrita…!
Grave seor teólogo, árbol dulce y amigo,
de los monjes hermano, de sus dichas testigo:
tal vez roza la gracia divina tu espesura,
pues comprendes lo cuerdo de su excelsa locura,
el orgullo celeste que vibra en su humildad,
el ardor de sus frías llamas de castidad,
la gloria de su ayuno, su coro y su cilicio,
la cumbre de deleite, que hay en su sacrificio.
Y un día dedujiste, ciprés meditabundo,
que eran los aristócratas del amor del mundo.
A unos pálidos príncipes, por amor encantados,
guardas, como el dragón de los cuentos dorados…

Ciprés fuerte, a las furias ideleble y estático,
como la verdad santa, santo ciprés dogmático,
nuestro hermano más viejo, con ese gran sayal
y con tu puntiaguda capucha monacal…
En tu espesura cónica y alargada, maestro,
¿no hay un secreto oculto, que es el secreto nuestro?
No es secreto de miedo, no es secreto de llanto,
de vana podredumbre, de olvido y camposanto.
Ciprés de la esperanza, pocos han comprendido,
por no saber oírte, tu profundo sentido,
tu profundo sentido de un claro más allá
en el que la alegría no se marchitará.

¡Oh, grave anacoreta de infinitos desiertos
que guías por la senda de la vida a los muertos!
Viejo ciprés del claustro, que en los días de oro
lleno de luz, de alas y de salmos del coro,
esponjas el ramaje, vibras como un salterio
y eres el corazón del viejo monasterio…
¡Oh, chorro de nostalgias! Gigantesco ciprés,
la cabeza en el cielo y en la tierra los pies…
Yo te adoro por alto, por piadoso, por bueno,
por tu actitud señera, por tu aspecto sereno,
porque huyes de la vida en tu recta ascensión,
y te das al ensueño y a la contemplación;
te canto por poeta, por místico te quiero,
compañero del monje, dulce y fiel compañero…

Febrero 1923

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