viernes, 30 de mayo de 2008

WALT WHITMAN - Canto a la secuoya

WALT WHITMAN (EE.UU, 1819-1892)
Canto a la secuoya

Una canción de California…
Un coro de dríades desvaneciéndose, 

o de hamadríades alejándose.
Una voz imponente y sombría que murmura, más allá
del cielo y la tierra.
La voz de un poderoso árbol que se muere en el denso
bosque de secuoyas.
¡Adiós, hermanos míos!
¡Adiós, oh tierra y cielo! ¡Adiós, aguas vecinas!
Mi tiempo ha llegado a su fin, me ha llegado la hora.


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Árboles venerables de CANTABRIA


C A N T A B R I A
(P=perímetro a 1,3m, h=altura, D=diámetro, m=altitud, edad)


Santillana del Mar, Palacio Barreda de Caja Cantabria, Gingko, h22m 300años (a ver si conseguís verlo)
N 43º 23' 20" - W 4º 6' 32" Ginkgo biloba

Corvera de Toranz, La Alceda, colegio público, Pinsapo, P3,8m h28m
N 43º 11' 48" - W 3º 55' 11" Abies pinsapo

Renedo de Piélagos, Recta de la Pasiega, Palmeras chilenas, h12m
Jubaea chilensis

Ruente (Monteá) Robles, P7m 480m
N 43º 16' 11" - W 4º 17' 48 Quercus robur

Ruente Roble Mellizo P9,2m 480m
N 43º 16' 15" - W 4º 17' 42" Quercus robur

Ruente Roble Belén P10,2m 480m
N 43º 16' 13" - W 4º 17' 38 Quercus robur

Cillorigo, a la Ermita San Tirso, barrio Casillas de Ojedo Castaño de la "Narezona", BOSQUE Castanea sativa

Casar de Periedo-Cabezón de la Sal, iglesia Tejo, P4,6m h10m 450años 98m
N 43º 19' 59" - W 4º 11' 2" Taxus baccata

Santillana del Mar, parque La Robleda, Roble albar, P6,3m h9m 480años 100m
N 43º 22' 58" - w 4º 6' 1" Quercus robur

Potes, Ciprés, P2,4m h20m 100años
Cupressus sempervirens

Sariego, Iglesia de Sta. Mª de Nárzana Cipreses, P2,57m h16m 80años
Cupressus sempervirens




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JORGE GUILLÉN (Valladolid, 1893-1984)
Árboles con viento
 
El viento hermosea aquel
Follaje, quizá de un haya,
Aquel otro en un vaivén
Muy leve, quizá de roble.
Más hermosura a través
De esta atmósfera de calle
Se eleva aceptando a quien
Lo domina todo. ¡Viento!
Por esas frondas ya es
Una marea que ondula
Con verdes ahora bien
Soleados, aún más límpidos
Y frágiles a merced
De las hojas que no paran:
Álamo siempre recién
Erguido, recién excelso.
¡Árboles! Y más poder
Les da el tiempo, que al pasar
Atesora una vejez
Por encima de los hombres,
Tan humildes a sus pies.

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Árboles venerables de ASTURIAS


A S T U R I A S
(P=perímetro a 1,3m, h=altura, D=diámetro, m=altitud, edad)

Abamia, Tejo,
Taxus baccata

Arenas de Cabrales, camping, Castaños, BOSQUE
Castanea sativa

Bermiego, Quirós, de la Iglesia, Tejo, P6,9m h10m,
N 43º 12' 4" - W 5º 59' 3" Taxus baccata

Cefontes (Gijón), junto arroyo Peña de Francia, Univer., Roble, P5,2m h16m
Quercus robur

Colunga, Cueto de Espina, Castaño, P4,5 y 3,7m h10m 30m 900años
N 43º 29' 8" - W 5º 15' 41" Castanea sativa

Gijón-Tueya, iglesia San Julián, "de Lavandera", Carbayón, P7,1m h21m 170m 300años
N 43º 28'14" - W 5º 38' 46" Quercus robur

Lago (Allande), Capilla Santa María, Tejo, P4,6m h19m
Taxus baccata

Luarca (Municipio de Vladés), Secuoya gigante, jardín de Villa Argentina, Pantada en 1880,
Sequoiadendron giganteum

Pito El, El Eucaliptón P9,2m h61m
N 43º 32' 23" - W 6º 7' 57" Eucalyptus globulus

Salas, Iglesia San Martín, Tejo, P6,4m h15m 800años 700m
N 43º 24' 43" - W 6º 15' 17" Taxus baccata

Santa Coloma (Allande), junto a la iglesia, Tejo, P5,6m h15m, plantado en el 1600,
Taxus baccata

Santibáñez de la Fuente (Aller), iglesia, Tejo, P3,5m h12m 700años 1440m
N 43º 7' 25" - W 5º 33' 36" Taxus baccata

Tineo, "de Valentín", Ctra Pola de Allande, Carbayón, P10,4m h17m 550m 800años
N 43º 32' 39" - W 6º 31' 14" Quercus robur

Vidiago, Llanes, Casona el Palacio, "de Zorrilla", Tilona, P6,4m h22,5m alt70m 300años
N 43º 23' 52" - W 4º 40' 2" Tilia platyphillos
  
CONCEJO DE CASTRILLÓN

Arnao (Castrillón), Arce, P1m h12m altitud15m
N 43º 34' 35” - W 5º 58' 39” Acer pseudoplatanus

Bárzanas (Castrillón), Roble, P3,2m h25m altitud85m
N 43º 32' 13” - W 5º 57' 41” Quercus robur

Lago (Castrillón), Roble, P2m h18m altitud105m
N 43º 34' 3” - W 6º 00' 27” Quercus robur

Moire (Castrillón), Castaño, P4m h14m altitud122m
N 43º 31' 15” - W 5º 59' 17”  Castanea sativa

Moire (Castrillón), Castaño, P4m h17m altitud 211m
N 43º 30' 30” - W 6º 0' 17”  Castanea sativa

Naveces (Castrillón), Tilo, P1,5m h16m altitud41m
N 43º 34' 3” - W 6º 00' 27”   Tilia platyphillos

Peñarrey (Castrillón), Roble, P2,7m h18m 102m
N 43º 32' 47” - W 5º 58' 13”  Quercus robur

Piedrasblancas (Castrillón), dunas del Espartal, Madroño, P17cm h4m altitud3m
N 43º 35' 9” - W 5º 56' 19”  Arbustus unedo

Piedrasblancas (Castrillón), dunas del Espartal, Madroño, P20cm h3,1m altitud2m
N 43º 35' 13” - W 5º 56' 23” Arbustus unedo

Piedrasblancas (Castrillón), Laurel, P1,8m h16m altitud37m
N 43º 33' 51” - W 5º 38' 18” Laurus nobilis

Piedrasblancas (Castrillón), Olmo, P2,3m h20m altitud34m
N 43º 33' 48” - W 5º 58' 20”  Ulmus minor
Plata La (Castrillón), Roble, P2,4m h26m altitud48m
N 43º 33' 22” - W 5º 57' 22”  Quercus robur
Romadoiro (Castrillón), Roble, P2,2m h23m altitud186m
N 43º 31' 6” - W 5º 58' 27” Quercus robur

Romadoiro (Castrillón), Madroño, P85cm h9,5m altitud179m
N 43º 31' 10” - W 5º 58' 29”   Arbustus unedo

Romadorio (Castrillón), Castaño, P2,4m h17m altitud184m
N 43º 31' 5” - W 5º 58' 14”   Castanea sativa

Romadorio (Castrillón), Laurel, P1m h13m altitud163m
N 43º 31' 13” - W 5º 58' 20,5” Laurus nobilis

Pulide (Castrillón), Arce, P(5troncos)1,2m h15m altitud351m
N 40º 30' 12” - W 6º 0' 47” Acer pseudoplatanus

Río Raíces (Castrillón), Madroño, P92cm h10,3m altitud7m
N 40º 34' 44” - W 5º 56' 23” Arbustus unedo

San Martín de Laspra (Castrillón), Acebuche, P1,2m h8,8m altitud68m
N 43º 34' 12” - W 5º 58' 1” Olea europaea sylvestris


San Martín de Laspra (Castrillón), Laurel, P1,3m h13,3m altitud69m
N 43º 34' 12” - W 5º 58' 00” Laurus nobilis

San Román de Naveces (Catrillón), iglesia, Roble, P3,6m h16m altitud51m
N 43º 34' 5” - W 6º 00' 28” Quercus robur

Teboyas (Castrillón), Acebo, P1m h10m altitud83m
N 43º 32' 12” - W 5º 57' 38” Ilex aquifolium
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Bermiego, Quirós, capilla San Antonio, Roble, P6,8m h12m 750m
N 43º 12' 1" - W 5º 58' 42" Quercus robur   MUERTO 2014
 
Eiros-Tineo, Haya, P4,5m h27,5m 655m 350años
N 43º 15' 23" - W 6º 32' 47" Fagus sylvatica   MUERTO

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FEDERICO GARCÍA LORCA (Granada,1898-1936)
Árboles

¡Árboles!
Habéis sido flechas caídas del azul?
¿Qué terribles guerreros os lanzaron?
¿Han sido estrellas?
Vuestra música viene
del alma de los pájaros
de los ojos de Dios,
de la pasión perfecta.
¡Árboles!
¿Conocerán vuestras raíces toscas
mi corazón en Tierra?
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jueves, 29 de mayo de 2008

GERARDO DIEGO (Santander, 1896-1987)
La sombra del nogal
 
 
Homenaje a Vicente Aleixandre

La sombra del nogal es peligrosa
tupido en el octubre como bóveda
como cúpula inmóvil,
nos cobija e invita,
a su caricia fresca
y van cayendo frutos uno a uno
torturados cerebros nueces nueces.

Por las noches
sombra de luna muerta da el nogal
y van suicidándose una a una
sus hojas quejumbrosas
y pies desconocidos invisibles
las huellas las quebrantan las sepultan
librándose así
del torbellino cólico
que azota a lo mortal abandonado
sobre la haz funesta de la tierra
impenetrable

Pero ¿quién pasa quién posa?
¿De quién los pies piadosos redentores?

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VIDEO - El hombre que plantaba árboles, 4ª parte

ROSALÍA DE CASTRO - Los robles

ROSALÍA DE CASTRO (A Coruña, 1837-1885)
Los robles

                        I

Allá en tiempos que fueron, y el alma
han llenado de santos recuerdos,
de mi tierra en los campos hermosos,
la riqueza del pobre era el fuego,
que al brillar de la choza en el fondo,
calentaba los rígidos miembros
por el frío y el hambre ateridos
del niño y del viejo.

De la hoguera sentados en torno,
en sus brazos la madre arrullaba
al infante robusto;
daba vuelta, afanosa la anciana
en sus dedos nudosos, al huso,
y al alegre fulgor de la llama,
ya la joven la harina cernía
o ya desgranaba
con su mano callosa y pequeña,
del maíz las mazorcas doradas.

Y al amor del hogar calentándose
en invierno, la pobre familia
campesina, olvidaba la dura
condición de su suerte enemiga;
y el anciano y el niño, contentos
en su lecho de paja dormían,
como duerme el polluelo en su nido
cuando el ala materna le abriga.

                        II

Bajo el hacha implacable, ¡cuán presto
en la tierra cayeron
encinas y robles!;
y a los rayos del alba risueña,
¡qué calva aparece
la cima del monte!

Los que ayer fueron bosques y selvas
de agreste espesura,
donde envueltas en dulce misterio
al rayar el día
flotaban las brumas,
y brotaba la fuente serena
entre flores y musgos oculta,
hoy son áridas lomas que ostentan
deformes y negras
sus hondas cisuras.

Ya no entornan en ellas los pájaros
sus canciones de amor, ni se juntan
cuando mayo alborea en la fronda
que quedó de sus montes desnuda.
Sólo el viento al pasar trae el eco
del cuervo que grazna,
del lobo que aúlla.

                       III

Una mancha sombría y extensa
borda a trechos del monte la falda,
semejante a legión aguerrida
que acampase en la abrupta montaña
lanzando alaridos
de sorda amenaza.

Son pinares que al suelo, desnudo
de amigo ropaje, le prestan
con el suyo el adorno salvaje
que resiste del tiempo a la afrenta
y corona de eterna verdura
las ásperas breñas.

Árbol duro y altivo, que gustas
de escuchar el rumor del océano
y gemir con la brisa marina
de la playa en el blanco desierto,
¡yo te amo!, y mi vista reposa
con placer en los tibios reflejos
que tu copa gallarda iluminan
cuando audaz se destaca en el cielo,
despidiendo la luz que agoniza,
saludando la estrella de véspero.
Pero tú, sacra encina del celta,
y tú, roble de ramas añosas,
sois bellos con vuestro follaje
que si mayo las cumbres festona
salpicadas de fresco rocío
donde quiebra sus rayos la aurora,
y convierte los sotos profundos
en mansión de gloria.

Más tarde, en otoño
cuando caen marchitas tus hojas,
¡oh roble!, y con ellas
generoso los musgos alfombras
¡qué hermoso está el campo;
la selva, qué hermosa!

Al recuerdo de aquellos rumores
que el morir el día
se levantan del bosque en la hondura
cuando pasa gimiendo la brisa
y remueve con húmedo soplo
tus hojas marchitas
mientras corre engrosando el arroyo
en su cauce de frescas orillas,
estremécese el alma pensando
dónde duermen las glorias queridas
de este pueblo sufrido, que espera
silencioso en su lecho de espinas
que suene su hora
y llegue aquel día
en que venga con mano segura,
del mal que le oprime,
la fuerza homicida.

                     IV

Torna, roble, árbol patrio, a dar sombra
cariñosa a la escueta montaña
donde un tiempo la gaita guerrera
alentó de los nuestros las almas
y compás hizo al eco monótono
del canto materno,
del viento y del agua,
que en las noches de invierno al infante
en su cuna de mimbre arrullaban.
Que tan bello apareces, ¡oh roble!
de este suelo en las cumbres gallardas
y el las suaves graciosas pendientes
donde umbrosas se extienden tus ramas,
como en rostro de pálida virgen
cabellera ondulante y dorada,
que en lluvia de rizos
acaricia la frente de nácar.

¡Torna presto a poblar nuestros bosques,
y que tornen contigo las hadas
que algún tiempo a tu sombra tejieron
el héroe gallego
las frescas guirnaldas!
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lunes, 26 de mayo de 2008

VIDEO - El hombre que plantaba árboles, 3ª parte

VIDEO - El hombre que plantaba árboles, 2ª parte

Árboles venerables de Galicia


A CORUÑA (P=perímetroa 1,3m, h=altura, d=diámetro, m=altitud, edad)

Co, Vilardefrancos, Artes, "De la Fecundidad", Roble, P6,75m h20m 600años
Quercus robur

Co, Vedra-Ortigueira, Parroquia Santa Cruz de Ribadulla, Olivos y ombú, 400 ejemplares, h15m
N 42º 46' 15" - W 8º 25' 32" Olea europaea

Co, Sobrado dos Monxes, de As Pías, Carballo, P2,9m h14m 200años
N 43º 1' 45" - W 7º 56' 39" Quercus robur

Co, Ortigueira,Jardín del Malecón, Ciprés, P7m h25m 1000años,
 N 43º 41' 0" - W 7º 51' 23" Cupessus macrocarpa

Co, Santiago de Compostela, Jardín de Fonseca, Ginkos y eucalipto, P8,4m h33m
N 42º 52' 37" - W 8º 33' 10" Ginkgo biloba

Co, Vimianzo, parroquias Sanfins y Cereixo, Roble, h15m
Quercus robur

Co, Paderne (Betanzos), Castaños, BOSQUE,
Castanea sativa

Co, Artes-Carballo, Finca Souto, Roble albar, P6,65m h25m 390años 188m
N 43º 10' 49" - W 8º 38' 41" Quercus robur

Co, Ortigueira, jardines del Puerto, Olivo, 110años
Olea europaea

Co, Padrón, Cementerio Santa María de Adina, Olivo,
Olea europaea


LUGO (P=perímetro a 1,3m, h=altura, D=diámetro, m=altitud, edad)

Lu, Samos, Capilla de San Salvador, Mozárabe, Ciprés, P3,3m h25m 300años
N 42º 43' 59" - W 7º 19' 29" Cupessus sempervirens

Lu, Foz, Parroquia San Martirio de Mondonedo, Reiriz, Eucaplito blanco, P12,1m h49m 140años
N 34º 32' 44" - W 7º 18' 41" Eucalyptus globulus

Lu, Begonte, Baamonde, iglesia, Castaño, P7,5m h12m 500años 423m
N 43º 10' 21" - W 7º 45' 36" Castanea sativa

Lu, Pobra de Brollon, Parroquia San Cosme de Liñares, Alcornoque, P6m h16,5m 400años
Quercus suber

Lu, Viveiro, Chavín, Souto da Retorta, "El Abuelo", Eucalipto, P8m h75m 150años
N 43º 36' 53"- W 7º 35' 51" Eucaliptus globulus
Lu, O Corgo, Casa Grande de A Fervenza, Aliso, P4m h15,5m 150años 441m
N 42º 53' 16" - W 7º 31' 41" Alnus glutinosa

Lu, Carballedo, Pazo do Cartellos, Roble albar, P8,8m h34m 390años 596m
N 42º 32' 12" - W 7º 51' 32" Quercus robur

Lu, Santa Mª de Carballedo, Prado del Carballo, Roble albar, P8,9m h13,5m 575años 577m
N 42º 31' 8" - W 7º 49' 53" Quercus robur

Lu, Fereira de Pantón, monasterio de Sta. María, Ciprés, P1,95m h16,5m 150años
Cupressus sempervirens

Lu, Romariz, O Inicio, Ciprés, P2,35m h20m 150años
Cupressus sempervirens

OURENSE 

(P=perímetro a 1,3m, h=altura, d=diámetro, m=altitud, edad)

Ou, Rairiz de la Veiga, "de A Rocha", A Sainza de Abaixo, Carballo-Roble, P8,m h35m 500años
Quercus robur

Ou, Rubia, Cobas, Carrasca, P6,5m h18m 500años
Quercus ilex

Ou, Casaio, Arroyo Penedo, (difícil de llegar), Tejera, P3,8m h8m 1320m
N 42º 16' 25" - W 6º 46' 49" Taxus baccata

Ou, Manzaneda, Souto de Rozabales, Tierra de Trives, Castaño, P12,3m h15m 1000años 741m N 42º 18' 29" - W 7º 14' 47" Castanea sativa

Ou, Melón, Monasterio de Santa María, Ciprés, P2,05m h17,5m 150años
Cupressus sempervirens

PONTEVEDRA
(P=perímetro a 1,3m , h=altura, D=diámetro, m=altitud, edad)

Po, O Grove, Monte Sidarella, Higuera del Meco, h1,5m 300años
N 42º 28' 10" - W 8º 52' 44" Ficus carica

Po, Pontevedra, Lourizán, Centro de Investig. Forestal, Cedro del Líbano, P5,3m h31m 120años
N 42º 24' 35"- W 8º 39' 54" Cedrus líbani

Po, Santa Margarida Mourente, 3km a la capital, Carballo, P7,9m h14m 1000años 60m
N 42º 26' 15" - W 8º 37' 39" Quercus robur

Po, Vigo, Paseo Alfonso XII, Olivo, h12m desde1816
Olea europaea
Po, Rial, Soutomayor, Castillo de .. (delicioso jardín), Ciprés de Lawson, P11m h37m 100años
N 42º19' 48"- W 8º 34' 1" Chamaecyparis lawsoniana

Po, A Lama, Pelete, Roble del Vino, P7m h14m 610m 600años
N 42º 26' 7"- W 8º 23' 11" Quercus robur
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JEAN GIONO - El hombre que plantaba árboles

JEAN GIONO (Francia, 1875-1970)
El hombre que plantaba árboles

(Los cuatro videos en los que está repartido este cuento se encuentran también en inglés y francés, con música de Paul Winter)

      Para que un hombre manifieste sus más excepcionales cualidades, hay que tener la fortuna de poder observar su actuación a lo largo de muchos años. Si dicha actuación está desprovista de todo egoísmo, si obedece a una generosidad sin par, si es del todo cierto que no abriga un afán de recompensa y que, por añadidura, ha dejado una huella patente sobre la faz de la tierra, entonces no cabe error alguno.
       Hará cosa de cuarenta años, hice un largo viaje a pie por unos montes poco frecuentados por turistas, sitos en esa antigua región donde los Alpes se adentran en la Provenza. En los tiempos en que emprendí mi caminata a través de aquellos parajes despoblados, todo era tierra yerma y descolorida. Nada crecía en ella salvo es espliego.
      Cruzaba la comarca por su parte más ancha y, tras tres días de camino, me encontré en medio de la más absoluta desolación. Acampé junto a las ruinas de un pueblo abandonado. Me había quedado sin agua el día antes y precisaba encontrar más. Aunque asoladas, aquellas casas, arracimadas como un panal de avispas viejo, indicaban que una vez tuvo que haber allí una fuente o un pozo. Fuente había, en efecto, pero seca. Las cinco p seis casas sin techo, roídas por el viento u la lluvia, y la minúscula capilla con el campanario medio derruido, se levantaban como las casas y capillas de los pueblos habitados, mas todo signo de vida se había esfumado.
      Hacía un hermoso día de junio, radiante bajo el sol, pero sobre aquella tierra expuesta, el viento, en lo alto del cielo, soplaba con una insoportable ferocidad. Rugía entre los esqueletos de las casas cual león descendiendo su comida. Tuve que trasladar el campamento.
      Después de cinco horas de marcha, seguía sin encontrar ni una gota de agua y nada alentaba la esperanza de hallarla. En todos lados la misma sequedad, los mismos hierbajos. Acerté a divisar en la lejanía puna pequeña silueta erguida, que tomé por el tronco de un árbol solitario. En cualquier caso, me encamine hacia ella. Resultó ser un pastor. Treinta ovejas yacían a sus pies sobre la tierra achicharrada.
      Me dio de beber de su calabaza y, poco después, me llevó a su morada, en un pliegue de la llanura. Se abastecía de agua (un agua excelente) de un pozo natural muy profundo sobre el que había dispuesto una polea rudimentaria.
      Era hombre de pocas palabras. Así es como son quienes viven en soledad, pero se notaba que estaba seguro de sí mismo, con un convencimiento absoluto. Algo inesperado en aquellos tiempos. No vivía en una cabaña, sino en una casa de piedra que daba fe de los esfuerzos realizados para reformar la ruina que había encontrado allí a su llegada. El tejado era recio y firme. El viento contra las tejas producía un murmullo como el del mar en la orilla.
    Estaba todo ordenado, los platos, limpios, el suelo, barrido, el rifle, engrasado; la sopa hervía en el hogar. Advertí entonces que iba pulcramente afeitado, que llevaba todos los botones bien cosidos, que había remendado su ropa con la meticulosidad que hace invisibles los remiendos. Compartió la sopa conmigo y luego, cuando le ofrecí mi petaca de tabaco, me dijo que no fumaba. Su perro, tan silencioso como el amo, era amistoso sin mostrarse servil.
      De buenas a primeras dimos por sentado que me quedaba a pasar la noche. La aldea más cercana se hallaba a más de día y medio de viaje y, por otra parte, estaba más que familiarizado con la naturaleza de los escasos villorrios de aquellos pagos. Apenas cuatro o cinco, dispersos por los cerros, al final de largos caminos de carro. Los habitaban carboneros que vivían en la penuria. Las familias, apiñadas a causa de un clima en demasía severo tanto en verano como en invierno, no se libraban de los incesantes conflictos entre personalidades encontradas. La ambición irracional alcanzaba proporciones desmesuradas debido a la continua ansia de escapar.
      Los hombres acarreaban las carretadas de carbón hasta la ciudad para luego regresar. El yugo perenne de aquel penoso trabajo vencía a los caracteres más firmes. Las mujeres avivaban los motivos de agravio. En todo había rivalidad, en el precio del carbón como por un banco en la iglesia, en las virtudes opuestas como en los vicios, así como en la perpetua lucha entre el vicio y la virtud. Y por encima de todo estaba el viento, también incesante, crispando los nervios. Se daban epidemias de suicidios y frecuentes casos de locura, habitualmente homicida.
      El pastor fue a por un saquito y vertió un montón de bellotas sobre la mesa. Comenzó a inspeccionarlas, una por una, con gran concentración, separando las buenas de las malas. Yo fumaba en mi pipa. Le ofrecí ayuda. Me respondió que era su trabajo. Y, en efecto, en vista del esmero con que se entregaba a la tarea, no insistí. En eso consistió toda nuestra conversación. Tras separar una cantidad suficiente de bellotas buenas, las fue contando en decenas, al tiempo que eliminaba las más pequeñas o las que presentaban alguna grieta, pues ahora las examinaba con mayor detenimiento. Cuando hubo seleccionado cien bellotas perfectas, puso fin a la labor y se acostó.
      Aquel hombre irradiaba paz. Al día siguiente le pregunté si me podía quedar un día más. Le pareció lo más natural, o, para ser exactos, me dio la impresión de que nada podía desconcertarlo. No es que tuviera una necesidad imperiosa de descanso, pero había despertado mi interés y quería saber más acerca de él. Abrió el redil y se llevó el rebaño a pastar. Antes de irse, sumergió en un cubo de agua el saco de bellotas cuidadosamente contadas y seleccionadas.
      Advertí que a modo de cayado empuñaba una vara de hierro gruesa como el pulgar y de metro y medio de longitud. Andando a mi aire, seguí un camino paralelo al suyo. El pasto se hallaba en un valle. Dejó al perro a cargo del reducido rebaño y subió hasta donde yo me encontraba. Temí que fuera a reprenderme por mi indiscreción, mas no fue ni mucho menos así: él iba en aquella dirección y me invitó a acompañarlo si no tenía nada mejor que hacer. Trepó hasta la cresta de la loma, un centenar de metros más arriba.
      Entonces empezó a clavar la vara de hierro en la tierra, abriendo agujeros en los que plantaba una bellota; luego rellenaba el agujero. Así plantaba robles. Le pregunté si aquella finca le pertenecía. Me repuso que no. ¿Sabía de quien era? No lo sabía. Suponía que era de propiedad comunal, o tal vez perteneciera a personas que no le otorgaban mayo importancia. No tenía el menor interés de quien era. Plantó las cien bellotas con sumo cuidado.
      Tras el almuerzo reanudó las tareas de plantación. Supongo que me mostré persuasivo en mi interrogatorio, pues obtuve algunas respuestas. Llevaba tres años plantando en aquel desierto. Había plantado ya cien mil bellotas. De las cien mil, veinte mil había germinado. De las veinte mil, contaba con perder la mitad a manos de los roedores y de los impredecibles designios de la Providencia. Así pues, todavía quedaban diez mil robles con vida donde antes nada crecía.
      Fue entonces cuando empecé a preguntarme qué edad tendría aquel hombre. Saltaba a la vista que había cumplido los cincuenta. Cincuenta y cinco, me dijo. Se llamaba Elzéard Bouffier. Una vez había poseído una granja en las tierras bajas. Allí había construido su vida. Perdió a su único hijo; luego a su esposa. Acabó retirándose a aquellos solitarios parajes, donde se encontraba muy a gusto viviendo sin prisas con sus ovejas y el perro. A su parecer aquella tierra se estaba muriendo por la ausencia de árboles. Agregó que, a falta de otra ocupación más apremiante, había decidido poner remedio a aquel estado de cosas.
      Puesto que en aquellos tiempos, a pesar de mi juventud, llevaba una vida solitaria, me constaba que debía tratar con amabilidad a los espíritus solitarios. Pero esa misma juventud me empujaba a considerar el futuro con relación a mí mismo y a una determinada búsqueda de la felicidad. Le dije que en treinta años sus diez mil robles serían magníficos. Respondió con toda sencillez que si Dios le concedía bastante vida, en treinta años habría plantado tantos más que aquellos diez mil serían como una gota de agua en el océano.
      Por otra parte, estaba estudiando la reproducción de la hayas y tenía un vivero de plantones nacidos de hayucos junto a la casa. Los plantones, protegidos de las ovejas mediante una cerca de alambre, eran muy bonitos. También tenía en mente plantar abedules en los valles donde, según me dijo, había una cierta humedad a pocos metros bajo la superficie del suelo.
      Al día siguiente, nos separamos.
     Un año después estalló la guerra de 1914, en la que me vi implicado durante cinco años. Un soldado de infantería apenas disponía de tiempo para reflexionar sobre los árboles. A decir verdad, aquel asunto no me había impresionado; lo había tomado por un hobby, una colección de sellos, para luego olvidarlo. Finalizada la guerra, me encontré en posesión de una diminuta prima por desmovilización y un enorme deseo de respirar aire puro durante algún tiempo. Sin más propósito que éste enfilé otra vez la carretera hacia las tierras yermas.
      El paisaje no había cambiado. No obstante, a lo lejos vislumbré, más allá del pueblo abandonado, una sombra de neblina grisácea que cubría las cumbres de las montañas como una alfombra. El día anterior había empezado a pensar de nuevo en el pastor plantador de árboles. «Diez mil robles -reflexioné- ocupan mucho espacio».
      Había visto morir a demasiados hombres a lo largo de aquellos cinco años como para no dar por sentado que Elzéard Bouffier estaría muerto, más aún cuando a los veinte años se contempla a los hombres de cincuenta como ancianos a quienes nada les queda por hacer salvo morir. Mas no había muerto. En realidad, estaba más vivo que nunca. Había cambiado de trabajo. Ahora sólo tenía cuatro ovejas y, a cambio, cien panales. Se había desprendido de las ovejas porque constituían una amenaza para los árboles jóvenes. Pues, tal como me explicó (y pude comprobar con mis propios ojos), la guerra no lo había trastornado lo más mínimo. Impertérrito, había seguido plantando.
      Los robles de 1910 contaban entonces diez años de edad y ya eran más altos que nosotros. Un espectáculo impresionante. Me quedé literalmente sin habla y, como tampoco él decía nada, pasamos todo el día caminando en silencio a través de su bosque. En tres sectores, medía once kilómetros de longitud por tres kilómetros en lo más ancho. Al recordar que todo aquello era fruto de las manos y el alma de una única persona desprovista de recursos técnicos, se comprendía que los hombres podían ser tan efectivos como Dios en ámbitos distintos del de la destrucción.
      Había llevado a cabo su plan, y unas hayas que me llegaban al hombro y se extendían hasta donde alcanzaba la vista lo confirmaban. Me mostró hermosos grupos de abedules plantados cinco años atrás (es decir, en 1915, mientras yo luchaba en Verdún). Dispuestos en cuantos valles había supuesto (y acertado) que la capa húmeda casi afloraba; eran delicados como niñas pero estaban muy bien arraigados.
      Fue como si la creación floreciera en una suerte de reacción en cadena. A. él tanto le daba; tenía la determinación de concluir su tarea con toda sencillez; pero de regreso hacia el pueblo vi que el agua manaba en arroyos que llevaban secos desde tiempos inmemoriales. Aquel era sin duda el resultado más sobrecogedor de la reacción en cadena que mis ojos presenciaban. Alguna vez, tiempo atrás, el agua había corrido por aquellos riachuelos secos. Parte de los tristes villorrios mencionados antes fueron construidos en los emplazamientos de antiguos asentamientos romanos, de los que aún quedaban vestigios; y los arqueólogos, en sus exploraciones, habían hallado anzuelos donde, en el siglo veinte, se precisaban cisternas para garantizar un exiguo abastecimiento de agua.
      El viento, además, esparcía las semillas. Con el resurgir del agua reaparecieron los sauces, los torrentes, los prados, los jardines y las flores en un alegato a favor de la vida. Pero esta transformación se produjo de forma tan gradual que se integró en el entorno sin causar el menor asombro. Los cazadores, que subían a los páramos siguiendo la pista de las liebres y los jabalíes, advirtieron, por supuesto, la repentina aparición de arbolillos, pero la atribuyeron a un capricho natural de la tierra. De ahí que nadie se entrometiera en la labor de Elzéard Bouffier. De haber sido descubierto habría suscitado oposición. Pero pasaba desapercibido. ¿Quién, en los pueblos o en la administración, podría soñar siquiera en semejante perseverancia y tan magnífica generosidad?
      Para hacerse una idea exacta de lo excepcional del personaje es preciso no olvidar que trabajaba en soledad absoluta: tan absoluta que hacia el final de su vida perdió el hábito de hablar. O tal vez fuese que no lo veía necesario.
      En 1933 recibió la visita de un guarda forestal para notificarle una resolución judicial que prohibía encender fuego al aire libre con vistas a proteger el crecimiento de aquel bosque natural. Era la primera vez, le dijo el hombre con toda ingenuidad, que oía hablar de un bosque surgido motu proprio. Por aquel entonces Bouffier se disponía a plantar hayas en un lugar a unos doce kilómetros de su casa. Para ahorrarse tantas idas y venidas (pues ya había cumplido los setenta y cinco), decidió construir una cabaña de piedra junto a la plantación. Al año siguiente la levantó.
      En 1935 el Gobierno envío a toda una delegación a inspeccionar el «bosque natural». Un alto cargo del Servicio Forestal, un diputado, varios tecnócratas. Hubo mucho parloteo fútil. Se decidió que algo había que hacer y, por fortuna, nada se hizo salvo lo único que tenía sentido: el bosque fue puesto bajo la protección del Estado y se prohibió la producción de carbón. Pues resultaba imposible no dejarse cautivar por la belleza de aquellos árboles jóvenes rebosantes de salud que lograron hechizar al mismísimo diputado.
       Entre los funcionados de la delegación se contaba un amigo mío, a quien desvelé el enigma. Un buen día de la semana siguiente fuimos juntos a visitar a Elzéard Bouffier. Lo encontramos trabajando con ahínco, a unos diez kilómetros del lugar donde se había efectuado la inspección. Aquel guardabosque no era amigo mío porque sí. Se regía por firmes principios. Sabía guardar un secreto. Entregué los huevos que llevaba como presente. Comimos juntos y pasamos varias horas en muda contemplación del paisaje.
       Por donde habíamos ido, las laderas estaban cubiertas de árboles de entre seis y ocho metros de altura. Rememoré el aspecto que ofrecía la región en 1913: un erial. El sosiego, el esfuerzo constante, el aire vigorizador de la montaña, la frugalidad y, por encima de todo, la paz de espíritu habían dotado a aquel hombre de una vitalidad impresionante. Era un atleta de Dios. Me pregunté cuántas más lomas cubriría de arboleda.
      Antes de partir, mi amigo se limitó a recomendar algunas especies de árboles especialmente indicadas para las condiciones del suelo. Tampoco insistió en el tema. «Por la convincente razón —me diría después—, de que Bouffier sabe mucho más que yo.»; Una hora de camino después, tras haberle dado unas cuantas vueltas, añadió: «Sabe mucho más que cual­quiera. ¡Ha descubierto una forma ma­ravillosa de ser feliz!»
      Gracias a este funcionario quedaron a buen recaudo no sólo el bosque sino también la felicidad del hombre. Delegó el cometido en tres guardabosques, a quienes adoctrinó hasta tenerlos a prueba de las botellas de vino que los carboneros les ofrecerían.
      La obra sólo se vio seriamente en peligro durante la guerra de 1939. Dado que los coches se propulsaban con gasógeno (generadores alimentados con leña), se disparó la demanda de madera. La tala se inició en el robledo de 1910, pero aquel sitio distaba tanto de cualquier estación de tren que la empresa resultaba temeraria desde el punto de vista financiero. Así que fue abandonada. El pastor no se enteró de nada. Se hallaba a treinta kilómetros del lugar, prosiguiendo su labor con toda tranquilidad, pasando por alto la guerra del treinta y nueve tal como había hecho con la del catorce.
      Vi a Elzéard Bouffier por última vez en junio de 1945. Tenía ochenta y siete años. Emprendí de nuevo la ruta de la tierra baldía; pero ahora, a pesar del caos que la guerra sembrara por todo el país, había un autobús que cubría el trayecto entre el valle de Durance y el monte. Atribuí el hecho de no reconocer los escenarios de mis anteriores viajes a la relativa velocidad de aquel medio de transporte. Me pareció, asimismo, que la carretera discurría por territorios nuevos. Pero me bastó el nombre de un pueblo para convencerme de que me hallaba, en efecto, en aquella comarca que había sido todo ruinas y desolación.
      El autobús me dejó en Vergons. En 1910 aquella aldea de diez o doce casas tenía tres habitantes. Eran criaturas salvajes que se odiaban unas a otras, que vivían cazando con trampas, próximas aún, tanto física como moralmente, al estado de hombres prehistóricos. Por todas partes crecían las ortigas entre los restos de las casas abandonadas. Habían perdido toda esperanza, No les restaba más que esperar la muerte, una situación que raramente predispone a la virtud.
       Todo había cambiado. Incluso el aire. En lugar de los severos vientos secos que solían atacarme, soplaba una brisa amable, cargada de fragancias. De las montañas llegaba un rumor como, de agua: era el viento en el bosque. Lo más asombroso de todo fue oír un sonido real de agua cayendo en un estanque. Comprobé que habían construido una fuente que manaba en abundancia y (fue lo que más me emocionó) que alguien había plantado un tilo junto a ella, un tilo que contaría unos cuatro años, ya en plena floración, como símbolo incontestable de la resurrección.
      Por otra parte, Vergons daba fe de un empeño cuya envergadura exigía tener esperanza. Así pues, la esperanza había vuelto. Se retiraron los escombros, se abatieron las paredes derruidas y se restauraron cinco casas. Ahora se contaban veintiocho almas, cuatro de las cuales eran jóvenes casados. Las casas nuevas, recién enlucidas, estaban rodeadas de jardines donde crecían verduras y flores en ordenada confusión: calabazas y rosas, puerros y dragones, apios y anémonas. Se había convertido en la clase de pueblo que invita a vivir.
      A partir de allí proseguí a pie. La guerra recién terminada aún no permitía que la vida floreciera en todo su esplendor, pero Lázaro se había levantado de la tumba. En las faldas de la montaña divisé pequeños campos de cebada y centeno; al fondo de los valles estrechos los prados reverdecían.
      Han bastado ocho años desde entonces para que todo el campo rebose vitalidad y prosperidad. Allí donde en 1913 no vi más que ruinas, ahora se levantan granjas bien cuidadas, pulcramente enlucidas, testimonio de una vida cómoda y placentera. Los antiguos arroyos, alimentados por la lluvia y la nieve que acumula el bosque, fluyen de nuevo. Sus aguas se han canalizado. En todas las granjas, en bosquecillos de arces, las albercas rebosan agua clara sobre tapices de hierbabuena. Los pueblos se han ido reconstruyendo poco a poco. Las gentes de las llanuras, donde la tierra es costosa, se han establecido aquí, trayendo consigo juventud, acción y espíritu aventurero. Junto a los caminos encuentras hombres y mujeres campechanos y cordiales, muchachos y jovencitas que saben reír y han recuperado la afición por las meriendas campestres. Contando a los antiguos pobladores, irreconocibles ahora que viven con holgura, más de diez mil personas deben su felicidad a Elzéard Bouffier.
      Cuando pienso que un solo hombre, armado únicamente de sus recursos físicos y morales, fue capaz de hacer surgir de un yermo esta tierra prometida, me convenzo de que, a pesar de todo, el género humano es admirable. Pero cuando hago el cómputo de la constante grandeza de espíritu y de la tenaz benevolencia que sin duda ha requerido alcanzar este resultado, me embarga un inmenso respeto por este viejo campesino iletrado que ha sabido completar una obra digna de Dios. Elzéard Bouffier falleció tranquilamente en 1947, en el hospicio de Banon.

---Fin---

VIDEO - El hombre que plantaba árboles, 1ª parte