13 junio 2017

CHISTOPHER THOMOND & PATRIC BARKHAM
Un año en la vida de un roble
Quien no quiera saber del cambio climático que no escuche a este granjero, Peter Duxbury. Aquí sólamente voy a reproducir las fotos del artículo.










































-----

11 junio 2017

América, la leyenda del pehuén

LEYENDA DEL PEHUÉN, EL ÁRBOL SAGRADO DEL NEUQUÉN
 de www.tripin.travel

El Pehuén o Araucaria, es un árbol emblemático y uno de los símbolos de la provincia de Neuquén. Se trata de un “fósil viviente”, que ya estaba presente en esta zona cuando los dinosaurios habitaban la Patagonia, antes incluso de que se formara la cordillera de los Andes.
     Puede alcanzar hasta 40 metros de altura y tiene forma de pirámide cuando es joven y más tarde de una enorme sombrilla. Es de crecimiento muy lento. Sus ramas son un poco arqueadas hacia arriba con hojas duras y punzantes.
     Su floración es unisexual: unos árboles producen el polen y otros dan la piña que es fecundada por el polen llevado por el viento. Una vez madura, cada piña tiene entre 200 y 300 piñones y en cada árbol pueden madurar unas 30 piñas.
     Los piñones son muy nutritivos y eran el alimento básico de los indígenas pehuenches, quienes los consumían cocidos o tostados o hacían bebidas fermentadas. Utilizaban también la resina que segrega la corteza del árbol como medicina cicatrizante.
     Lo consideraban árbol sagrado y algunas de sus ramas formaban el rehue (altar) en su Nguillatún (rogativa al Dios).

La Leyenda del Pehuén
     Desde siempre Nguenechén hizo crecer el pehuén en grandes bosques, pero al principio las tribus que habitaban eses tierras no comían los piñones porque creían que eran venenosos.
Al pehuén o araucaria lo consideraban árbol sagrado y lo veneraban rezando a su sombra, ofreciéndole regalos: carne, sangre, humo, y hasta conversaban con él y le confesaban sus malas acciones. Los frutos los dejaban en el piso sin utilizarlos.
    Pero ocurrió que en toda la comarca hubo unos años de gran escasez de alimentos y pasaban mucha hambre, muriendo especialmente niños y ancianos. Ante esta situación los jóvenes marcharon lejos en busca de comestibles: bulbos de amancay, hierbas, bayas, raíces y carne de animales silvestres. Pero todos volvían con las manos vacías, pareciendo que Dios no escuchaba el clamor de su pueblo y la gente se seguía muriendo de hambre.
     Pero Nguenechén no los abandonó, y sucedió que cuando uno de los jóvenes volvía desalentado se encontró con un anciano de larga barba blanca.
     - ¿Qué buscas, hijo? -le preguntó
     - Algún alimento para mis hermanos de la tribu que se mueren de hambre. Pero por desgracia no he encontrado nada.
     - Y tantos piñones que ves en el piso bajo los pehuenes, ¿no son comestibles?
     - Los frutos del árbol sagrado son venenosos abuelo -contestó el joven.
     - Hijo, de ahora en adelante los recibiréis de alimento como un don de Nguenechén. Hervidlos para que se ablanden o tostadlos al fuego y tendréis un manjar delicioso. Haced buen acopio, guardadlos en sitios subterráneos y tendréis comida todo el invierno.
     Dicho esto desapareció el anciano. El joven siguiendo su consejo recogió gran cantidad de piñones y los llevó al cacique de la tribu explicándole lo sucedido. Enseguida reunieron a todos y el jefe contó lo acaecido hablándoles así:
     - Nguenechén ha bajado a la tierra para salvarnos. Seguiremos sus consejos y nos alimentaremos con el fruto del árbol sagrado que sólo a él pertenece.
     Comieron en abundancia piñones hervidos o tostados, haciendo una gran fiesta. Desde entonces desapareció la escasez y todos los años cosechaban grandes cantidades de piñones que guardaban bajo tierra para mantenerlos frescos durante mucho tiempo. Aprendieron también a fabricar con los piñones el chahuí, bebida fermentada.
     Cada día, al amanecer, con un piñón en la mano o una ramita de pehuén, rezan mirando al sol: "A ti de debemos nuestra vida y te rogamos a ti, el grande, a ti nuestro padre, que no dejes morir a los pehuenes. Deben propagarse como se propagan nuestros descendientes, cuya vida te pertenece, como te pertenecen los árboles sagrados".
---Fin---

09 junio 2017

MIGUEL ANGEL CRIADO
Una pequeña edad de hielo pudo cambiar la historia de la Antigüedad


En los siglos VI y VII, la temperatura bajó hasta 4º, afectando a civilizaciones en Europa y Asia
      La plaga de Justiniano, la invasión de Europa por varios pueblos de las estepas, la caída del segundo imperio persa, la entrada de los turcos en Anatolia, la unión de los tres reinos de China, el inicio de la expansión árabe... Todos son eventos que tuvieron lugar entre el año 540 y el 660 de la Era Común. Ahora, un estudio de los árboles muestra que durante ese siglo y poco se produjo una edad de hielo donde la temperatura bajó hasta 4º en verano y aquel frío pudo ser el marco de tanta historia.
     En los últimos 2.000 años se han producido varias anomalías climáticas. Por el lado del frío, la más significativa es la denominada Pequeña Edad de Hielo (PEH), que se inició en el siglo XV y acabó a mediados del XIX. Antes, el clima fue especialmente cálido desde la época del Imperio Romano hasta la llegada del Renacimiento. Sin embargo, en esos 1.500 años de clima benigno, hubo un hiato que, aunque más corto en extensión que la PEH,  experimentó temperaturas aún más bajas. Los que lo han descubierto lo han llamado LALIA, siglas en inglés de Pequeña Edad de Hielo de la Antigüedad Tardía.
     "Fue el enfriamiento más drástico en el hemisferio norte en los últimos dos milenios", dice en una nota el investigador del Instituto Federal Suizo de Investigación, Ulf Büntgen, coautor de una investigación sobre la temperatura en estos 20 siglos. Büntgen es dendroclimatólogo y usa los patrones de crecimiento de los anillos de los árboles para inferir la temperatura. En 2011 ya publicó en la revista Science una investigación del clima del pasado basada en lo que pudo leer en los árboles de los Alpes austríacos. Ahora completa aquel trabajo con la información que le ha arrancado a 660 alerces siberianos (Larix sibirica), el árbol más abundante en el macizo de Altái, en Asia central
     Entre ambas fuentes de datos hay unos 7.600 kilómetros pero también una sincronía que enseguida llamó la atención de Büntgen y sus colegas. Los L. sibirica sólo crecen en verano y en su ritmo de crecimiento, los dendroclimatólogos pueden estimar la temperatura estival. Para validar sus estimaciones del pasado, los científicos han usado la evolución de los anillos en el presente, cuando ya había buenos registros de la temperatura.
     Con los datos de Altái y los anteriores de los Alpes, los científicos han podido determinar la evolución de las temperaturas del verano en estos 2.000 años dentro de un proyecto aún mayor, que hace unos días mostró cómo las últimas décadas han sido las más calurosas desde tiempos de los romanos.
     El actual trabajo, publicado en la revista Nature Geoscience, se detiene más en el frío que en el calor. En los árboles de Altái, los climatólogos encontraron que los veranos más fríos fueron los de 172 y 1821, con temperaturas 4,6º inferiores a la media del final del siglo XX. Ambas fechas coinciden con erupciones volcánicas de gran intensidad.
Pero lo que enseguida llama la atención del gráfico elaborado por los autores del estudio es el pronunciado y sostenido descenso de las temperaturas a partir de 536. Así, la década entre 540 y 550 fue la más fría en Altái y la segunda más fría en los Alpes. Además, desde esa fecha y hasta alrededor de 1660, se dieron 13 de las 20 décadas más frías de todo el periodo estudiado.
Gráfico con la evolución de la temperatura durante LALIA en los Alpes (azul) y Altái. Abajo, correlación de eventos históricos.
     El origen de LALIA no está escrito en los árboles, pero sí en el hielo. Un estudio publicado en Nature el año pasado determinó las erupciones volcánicas de los últimos 2.500 millones de años las erupciones volcánicas midiendo la ceniza volcánica atrapada en cilindros de hielo extraídos en los dos polos. Una de las más intensas se produjo en 536. Le siguió otra cuatro años mas tarde, en lo que hoy es El Salvador. Y aún hubo una tercera, cuya ubicación se desconoce, en 447. Las dos primeras crearon, según los registros en el hielo, verdaderos inviernos volcánicos, con una capacidad de reflejar la radiación solar aún mayor que la de la erupción del Tambora en 1815.
     La sucesión de erupciones volcánicas, según los autores, se vio reforzada con las corrientes oceánicas, la expansión del hielo y la coincidencia en el siglo VI de un mínimo solar. La consecuencia fue el descenso sostenido de las temperaturas. De hecho, esas décadas registraron un gran retroceso de las tierras dedicadas a la agricultura y el pastoreo.
     En la segunda parte del estudio, Büntgen se rodea de historiadores lingüistas y naturalistas para relacionar LALIA con la historia de los humanos. Es muy sugerente comprobar como al poco de la primera erupción, estalla una de las mayores epidemias de peste, la plaga de Justiniano en lo que entonces era el Imperio Romano de Oriente. En Asia central, donde los pastos dependen de ligeras variaciones de temperatura, se sucedieron grandes movimientos de poblaciones turcas y rouran que desestabilizaron toda Eurasia. Al este, acabaron con la dinastía Wei e, indirectamente, ayudaron a la unificación de China. En el oeste, llegaron hasta Constantinopla, empujando a los pueblos que se encontraban cada vez más al oeste.
     Durante LALIA también entró en declive el imperio persa de los sasánidas. En la península arábiga, las temperaturas más suaves pudieron aumentar el régimen de lluvias y, con ellas, la disponibilidad de pastos para alimentar los camellos sobre los que se expandieron los árabes a partir de la Hégira de Mahoma.
     "Con tantas variables, debemos ser cautos con la causa ambiental y el efecto político, pero fascina ver cuánto se alinea el cambio climático con las grandes convulsiones que se sucedieron a lo largo de diferentes regiones", comenta Büntgen. También deja claro que la historia no se puede escribir sin tener en cuenta fenómenos climáticos como LALIA.

-----

07 junio 2017

CÉSAR-JAVIER PALACIOS
Conoce el olivo mágico de Saramago en Lanzarote


     El escritor portugués José Saramago amaba los árboles. Aunque quizás no tanto como su abuelo materno Jerónimo Melrinho, pastor de cerdos en la pequeña villa de Azinhaga. Fue a él a quien dedicó su discurso de aceptación del premio Nobel ante la academia sueca. Un memorable texto que empieza así:
“El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir”.
     De él aprendió de niño mil historias y leyendas, escuchándole en las largas noches de verano que pasaban juntos durmiendo bajo la gran higuera de la huerta, mirando a las estrellas.
Jerónimo, pastor y contador de historias, al presentir que la muerte venía a buscarlo se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver
.

     Saramago, pensador sublime y contador de historias, plantó árboles en su casa de Lanzarote (A Casa / La Casa) para no olvidarse nunca de su abuelo. Ni de su Portugal natal. En una maceta acurrucada entre sus piernas trajo en el avión un joven brinzal de olivo nacido en el Alentejo. Lo plantó en el jardín, en un lugar privilegiado desde donde se disfruta de unas maravillosas vistas hacia el mar tranquilo, la isla de Lobos y la lejana Fuerteventura. No sabía si prosperaría en esa tierra lejana, volcánica, pero contra todo pronóstico el árbol arraigó. En cuanto creció un poco instaló a su lado una silla. Bajo la fresca sombra del olivo se pasaba las horas muertas, meditando, mirando, sintiendo.
     A seis años de su muerte, ves ahora la silla vacía, el árbol, el mar naciente y sientes un escalofrío aún mayor que cuando entras en su biblioteca. Seguramente por tratarse de un ser vivo, testigo mudo de las ensoñaciones del literato.
     “Para él era un árbol muy especial, pues sus raíces simbolizan a su familia y de dónde viene, pero también su deseo de quedarse en esta tierra”, me comenta el director de la Casa Museo y cuñado del literato, Javier Perez F. -Figares. “Amaba mucho este jardín”. En él plantó luego otros dos olivos, pero uno de ellos, de origen andaluz, salió literalmente volando, arrancado por los vientos huracanados de la tormenta tropical Delta de 2005. La historia parece salida de una de sus novelas, pero es real. También plantó una higuera, como la de su abuelo, que apenas ha crecido en estos años. Y un algarrobo, cuyas vainas son muy nutritivas para las piaras de cerdos, imagen que nos lleva otra vez a su Azinhaga natal.
     Recogiendo el testigo de amor por estos árboles que Saramago dejó, explican en la Fundación,
“se ha considerado que un olivo, tal vez éste, sea la imagen del complejo que es la casa y la biblioteca del escritor: el olivo es símbolo de paz y de sabiduría, ramas verdes que son letras sobre el negro de la tierra volcánica. Es Lanzarote, es Azinhaga, es Portugal, es Saramago”.
     Pasear por la casa donde Saramago escribió “Ensayo sobre la ceguera” es una sensación única, como lo es ver su despacho y su cama. Pero tocar las ramas del olivo que acariciaron sus ideas resulta algo impagable. Bajito y redondo para poder adaptarse a la fuerza de los vientos alisios, no trates de abrazarlo. Saramago tampoco lo hizo nunca. Como él mismo explicó una vez en una entrevista, despedirse del mundo al estilo de su abuelo no iba a ser posible.
Yo no me veo levantándome de la cama, suponiendo que estoy en las últimas, levantarme para ir y repetir lo que ha hecho mi abuelo, porque repetirlo sería insultar su memoria.
     Isla Negra tiene a Neruda y Cadaqués a Dalí. Lanzarote es más afortunada; tiene a César Manique y a José Saramago. Pero lo ignora.
La isla recibió el año pasado cerca de tres millones de turistas. Sin embargo, apenas un puñado de ellos visitaron la maravillosa Casa Museo del escritor luso. ¿La razón? Intenta localizarla. Misión imposible. Ni aún con gps es fácil. Entre otras razones, porque no hay ni una sola señalización en la isla que te informe de su cercanía y te facilite la llegada. A los responsables del Cabildo y del Ayuntamiento ya les vale.
     Hay que entrar en la zona de chalés de Tías, buscar el ayuntamiento y seguir hacia abajo entre un dédalo de urbanizaciones para dar finalmente con la rotonda dedicada al escritor de Todos los nombres, en este caso sólo uno, un árbol (el olivo) con forma de J y S: José Saramago. El hombre que amaba los árboles.


 -----

05 junio 2017

DOMINGO MARCHENA, en "La Vanguardia"
Barcelona tiene 1,4 millones de árboles, su mejor aliado contra la contaminación

Hojas de plátanos arremolinadas en el suelo por la fuerza del viento, en Pedralbes (Àlex Garcia / LVE)
      Barcelona tiene 1,4 millones de árboles, según un recuento aproximado hecho público por el Ayuntamiento. La cifra incluye por primera vez todos los árboles y palmeras de calles, plazas, jardines públicos y privados. También los de Montjuïc, las zonas boscosas de los Tres Turons y del parque natural de Collserola, el gran pulmón verde de la capital catalana.
     Esta es una de las riquezas a veces más desconocidas de las ciudades. Los árboles urbanos no sólo embellecen el asfalto, sino que ayudan a hacer de nuestros barrios lugares menos sucios y con más calidad ambiental. Actúan como pantalla acústica y atenúan el tráfico diario, ya que disminuyen la reverberación que produce el sonido del tráfico en las fachadas.
     Pero, sobre todo, retienen el polvo y purifican el aire. Son el mayor filtro contra la contaminación. Estas son sólo algunas de las causas que justifican uno de los proyectos de más largo alcance del gobierno municipal de Barcelona, que quiere planificar la gestión de este patrimonio natural durante los próximos 20 años. La duración del proyecto no parece tan insólita si se tiene en cuenta que la vida media de los árboles urbanos es de medio siglo, como dijo el comisionado de Ecología, Frederic Ximeno, durante la presentación del plan.
     Barcelona se vanagloria de su amor por los árboles. La ciudad aprobó en 1995 la Declaración de los Derechos del Árbol, “un elemento esencial para garantizar la vida en la ciudad”. Los ejemplares urbanos tienen una apasionante vida secreta y permiten que nuestras calles sean más habitables y saludables, y menos calurosas en el ferragosto. Está claro que los árboles nos cuidan, pero la pregunta es: ¿cuidamos nosotros a los árboles?
     Las ciudades son un entorno hostil. La necesaria pavimentación urbana tiene como contrapartida la impermeabilización del suelo, lo que dificulta la filtración de la lluvia. Si no llueve, malo; y si llueve mucho después de un largo periodo de sequía, peor: aunque puede ser muy beneficiosa en el campo, las precipitaciones en las ciudades limpian las calles de aceites, gasolina y metales pesados... pero el agua arrastra materiales contaminantes que perjudican los espacios verdes.
     A causa del asfalto, las aceras y la compactación de la tierra se produce una disminución de los niveles de oxígeno del subsuelo. La consecuencia directa es la asfixia de las raíces, las responsables de la nutrición de estos seres vivos. Por si fuera poco, los alcorques se empobrecen paulatinamente. En los núcleos urbanos, a diferencia de en el campo, la madera muerta y las hojas se retiran del suelo, lo que impide que la materia orgánica actúe como fertilizante.
Ailanto, un invasor
     La lista de males no acaba ahí. Las arboledas urbanas reúnen a veces ejemplares que se adaptan muy mal a las ciudades... o que se adaptan demasiado bien y pueden llegar a convertirse en una especie invasora, como el alianto. Este árbol de origen chino ha hecho saltar las alarmas en Collserola, donde si no se frena su expansión podría ser un peligro para “los espacios naturales” y convertirse en un competidor voraz de especies autóctonas, como la encina o el pino blanco.
A estos y otros errores quiere poner solución el Plan Director del Arbolado de Barcelona 2017- 2037. El proyecto tiene un subtítulo revelador: Árboles para vivir. La alcaldía pretende que en los próximos cuatro lustros se mejore la biodiversidad. No sólo se trata únicamente de plantar más árboles, sino sobre todo de optar por ejemplares más funcionales y resistentes al cambio climático.
     Uno de los ejes de la campaña buscar evitar la proliferación de monocultivos, entre cuyos ejemplares se propagan con mucha más facilidad las enfermedades y las plagas. En 1992, la mitad de los árboles de Barcelona eran plátanos (y no plataneros, como muchos los llaman). En la actualidad son el 30% del total. Pero el objetivo es que ni esta ni ninguna otra especie supere el 15%.
     Los plátanos –algunos centenarios, como los que aparecen en la novela Expediente Barcelona , del añorado periodista y escritor Paco González Ledesma– seguirán indisolublemente ligados a la imagen de la ciudad (y ocasionando problemas de alergias por su polen). Pero cada vez deberán convivir con el desembarco de otros familiares, como el árbol del fuego, las chitalpas, los tamarindos o los perales de Callery.
     Estas especies se caracterizan, asegura el Ayuntamiento, “por su buen desarrollo, la falta de problemas fitosanitarios y una buena adaptación al entorno urbano”. Una cuidadosa elección de las nuevas plantaciones es indispensable para la renovación del arbolado, pero no el único paso. La mala ubicación de los alcorques, a veces demasiado cerca de los edificios, obliga con excesiva frecuencia a podas drásticas, como denuncia el informe municipal. Las podas, sostienen los expertos, deberían ser las mínimas posibles y sólo de mantenimiento. El plan también propugna sistemas de riego automatizado gota a gota para afrontar otro grave problema, el estrés hídrico.
     La caída prematura de las hojas, en ocasiones en plena primavera, como ocurre en especial con los plátanos, no refleja “el símbolo perfecto del paso del tiempo”, como decía Virgilio. Se trata de un mecanismo de autodefensa que evita la deshidratación: a menos hojas, menos necesidad de agua para las ramas.
     Los técnicos del Ayuntamiento tendrán en cuenta para la selección de nuevas especies incluso las previsiones que apuntan a un aumento de las temperaturas y a una distribución cada vez más irregular de las lluvias. “Qué triste es que la naturaleza hable y los hombres no la escuchen”, decía Victor Hugo. Barcelona, replica el Ayuntamiento, necesita árboles. Y no árboles cualesquiera, sino ejemplares fuertes y sanos “para afrontar los retos del cambio climático”.
-----