8/30/2024

Sequoias con historia

ANTONIO MADRIDEJOS
Portolá y el descubrimiento de las secuoyas

De cómo los europeos observaron los primeros "palos colorados"



En 1768, Carlos III ordenó a José de Gálvez, su virrey en la ciudad de México, la organización de cuatro expediciones -dos por tierra y dos por mar- para consolidar la presencia española en la Alta California y así evitar el desembarco de colonos ingleses y rusos. Una de ellas, bajo el mando de Don Gaspar de Portolá (o Portolà), un prestigioso militar leridano, debía salir de La Paz (Baja California) y dirigirse primero a San Diego y luego a la llamada Bahía de los Pinos, hoy Bahía de Monterrey (Monterey Bay), un fértil enclave costero conocido vagamente tras las expediciones marítimas de Juan Rodríguez Cabrillo (1542) y Sebastián Vizcaíno (1602).

      Se desconoce el motivo, pero Portolá no localizó el puerto de Monterrey y pasó de largo en dirección a lo que luego serían Santa Cruz y San Francisco. Los expedicionarios, esencialmente soldados y padres franciscanos, entre ellos Junípero Serra, acamparon cerca de la actual ciudad de Watsonville y visitaron el lago Pinto (Pinto Lake), donde el padre Juan Crespí, cronista mallorquín de la expedición, anotó la existencia de unos «árboles muy altos de color rojo» que recordaban a los cedros. «Estos árboles son muy numerosos en la región», proseguía Crespí. Como nunca se habían observado especímenes de esa especie, fueron bautizados escuetamente como «palos colorados», equivalente a «troncos rojos», denominación que luego dio origen el inglés «redwood».

El martes 10 de octubre, Crespí escribió:

"Como a las ocho de la mañana salimos tomando el rumbo al noroeste; no pudimos andar toda la jornada que se pretendía por ver a los enfermos más agravados, y que cada día se iba aumentando el número de ellos, y así andaríamos poco más de una legua por llanos y lomas tendidas muy pobladas de unos palos muy altos de madera colorada, árboles no conocidos que tienen la hoja muy diferente de la de los cedros, y aunque la madera en el color se le asemeja, pero es muy diferente sin tener el olor del cedro (…). Hay por estos parajes mucha abundancia, y porque ninguno de los de la expedición los conoce se les nombra con el nombre de su color. Paramos cerca de una laguna que tiene mucho pasto y mucha arboleda del palo colorado; por esta jornada se han encontrado muchos rastros de ganado que parece vacuno (…)"
     La escueta anotación es la primera prueba documental del avistamiento por parte de europeos de secuoyas, o más concretamente de secuoya roja o de costa (Sequoia sempervirens), puesto que el descubrimiento de la secuoya gigante o de sierra (Sequoiadendron giganteum) fue aún más tardío y no aconteció hasta 1833. Con toda seguridad, Rodríguez Cabrillo, Vizcaíno y otros marineros que navegaron por la zona con anterioridad, entre ellos el pirata inglés Francis Drake, debieron de observar secuoyas, puesto que los inmensos árboles llegaban prácticamente hasta la costa, pero no dejaron la más mínima constancia del hallazgo de una nueva especie. La única mención corresponde al sacerdote Antonio Asunción, miembro de la expedición de Vizcaíno, que se refirió en un cuaderno de viaje a la presencia de «grandes pinos cuya madera podría ser útil en la reparación de buques», aunque de sus palabras no se deduce que hubiera observado algo extraordinario.
     Con posterioridad, la expedición de Portolá estableció un campamento al pie de una inmensa secuoya que fue bautizada como el Palo Alto, denominación que con posterioridad dio nombre a la ciudad de Palo Alto. En recuerdo de sus orígenes, la Universidad de Stanford, que allí tiene su sede principal, cuenta con una secuoya en su emblema. El árbol sigue vivo tras unos trabajos de poda selectiva que le salvaron la vida a finales del pasado siglo.
     Obviamente, los árboles gigantes ya eran conocidos para la docena de tribus indígenas que vivían en el territorio potencial de secuoyas, desde la bahía de Monterrey hasta el sur del estado de Oregón, entre ellas los ohlone, los yurko, los miwok, los pomo y los shasta. Las tribus vivían esencialmente de lo que les aportaban el mar o los ríos y tenían un uso limitado de los recursos del bosque denso, circunscrito a la confección de canoas y algunas construcciones. Además, como talar un árbol de esas dimensiones no era nada fácil, parece ser que en la mayoría de los casos lo que hacían era emplear ramas y troncos caídos.


      La primera descripción científica del árbol no llegaría hasta 1791, de manos del botánico checo Tadeas Haenke, científico a bordo de la expedición Malaspina, que además recogió semillas que bien podrían haber servido para traer las primeras secuoyas a España y a Europa. En cuanto al origen de la palabra secuoya, es motivo de controversia: lo único que está claro es que el botánico austriaco Stephan Endlichler (1804-1849) fue el primero en emplearla científicamente para referirse a los grandes árboles californianos -Haenke los llamó «cipreses rojos»-, pero no dejó por escrito el motivo de la elección. La etimología más popular sostiene que la palabra procede de Sequoyah (1770-1843), un famoso líder indio hijo de un comerciante blanco y una indígena cherokee, aunque la realidad es que el susodicho nunca llegó a pisar California.

Entre secuoyas rojas. Crédito foto: Humboldt State University Library

     Las secuoyas rojas superaron con buena salud la convivencia con los indígenas americanos y luego la colonización española, con poca tradición en el uso de madera para la construcción. Antes del inicio de la fiebre del oro, se calcula que existían en la costa norte de California unas 800.000 hectáreas, pero la instalación de aserraderos para satisfacer las necesidades de los nuevos asentamientos costeros redujo la extensión drásticamente. A finales del siglo XIX, el 97% del territorio de la omnipresente secuoya roja había sido talado para obtener tablas con la que construir casas de todo tipo, mástiles de barcos, traviesas de ferrocarril y acueductos.

Lo hemos leído aquí 

-----

8/27/2024

El enigma de la sequoia de La Alhambra

JAVIER JIMÉNEZ en Xakata, junio 2024
El enigma de la secuoya de la Alhambra: el árbol que se plantó en Granada años antes de que los botánicos las descubrieran

En 1926, llegó una carta al botánico W. L. Jepson. Empezaba un misterio que aún no hemos resuelto

En 1926, ya de vuelta en su casa de Sevilla tras un viaje por Granada, Harriet N. Dimond escribió una carta a un conocido botánico californiano, Willis L. Jepson, que en aquella época ya era profesor en Berkeley. En ella, Dimond describía un "cedro centenario" (como lo llamaba el guía) que medía "unos 38 metros de altura, quizá un metro veinte de diámetro y ya se elevaba por encima de los demás de la ladera". Además, le enviaba una hoja.
      Jepson se dio cuenta en seguida que no era un cedro. Las hojas eran de Sequoia sempervirens, la descomunal secuoya roja de la costa de California. No obstante, eso no era ni siquiera raro: para 1926 las secuoyas costeras llevaban casi un siglo documentadas en la literatura botánica anglosajona y había muchos jardines europeos llenos de ellas. 

El enigma del tamaño

     En su carta, Dimond explicaba que, según el guía, los árboles los había plantado el Duque de Wellington. Entre otras muchas cosas, Wellington es recordado como el comandante inglés que derrotó a Napoleón en Waterloo; pero antes de eso tuvo un papel destacado en la Guerra de la Independencia y, en agradecimiento, las Cortes de Cádiz le regalaron una enorme finca en el corazón de la vega granadina conocida como "el Soto de Roma".
     Desde entonces el 1er Duque, sus descendientes y el resto de la nobleza británica han tenido una relación bastante estrecha con la ciudad de Granada. La historia popular sobre el origen de los árboles era, como poco, plausible. De hecho, aunque ni Dimond ni Jepson lo supieran, al norte de la provincia había otra plantación de secuoyas cuyo origen también se ha relacionado con Wellington.
     El problema es que por el tamaño y el grosor del árbol que vio Dimond, las fechas no cuadraban. Según los cálculos de Jepson, el árbol de la Alhambra debía tener 120 años. Eso no solo era previo a la primera vez que Wellington pisó la península, sino que era contemporáneo de la 'Expedición Vancouver' en la que Archibal Menzies había recogido los primeros especímenes de la especie. ¿Qué hacía una secuoya en la Alhambra a finales del siglo XVIII?
     ¿Qué hace un árbol como tú en un sitio como este?
      Jepson tardó tres años en encontrar una explicación razonable. Menzies no había sido el primero en recolectar (botánicamente hablando) muestras, semillas y hojas de la secuoya roja. El primero, por lógica, debía de haber sido Thaddaeus Haenke, el botánico 'jefe' de la expedición Malaspina que, entre 1789 y 1794, realizó un "viaje científico [...] alrededor de todo el Imperio".
      Y digo "por lógica", porque la expedición llegó a la bahía californiana de Monterey en 1791 y Haenke recolectó material en septiembre, durante la temporada seca. El momento perfecto para pillar las enormes secuoyas que había en la zona en el momento perfecto.
      El problema es que cuando Jepson repasó el "material californiano" de Haenke que había publicado C. B. Presl muchos años después, no pudo encontrar ninguna referencia a las secuoyas bajo ninguna denominación conocida ni, de hecho, pudo identificar ninguna conífera que cuadrara con el tipo de árbol que estaba buscando. O sea, era una hipótesis brillante, pero una hipótesis sin pruebas al fin y al cabo.
     Por eso, cuando años después de la carta de Dimond, Jepson visitó los Jardines de Kew en Inglaterra (uno de los centros botánicos de referencia en el mundo), no dudó en revisar el Epimeliae Botanicae del mismo Prels. El listado más completo de todas las cosas que había recolectado Haenke a lo largo del viaje. Allí, en la página 237 del libro, encontró lo que buscaba: efectivamente, Haenke había recolectado semillas de secuoya y otras muestras de los árboles para investigarlas en un futuro. 

La conexión española

     Para Jepson, aquello no sólo confirmaba su teoría sobre el 'descubrimiento botánico' de las secuoyas rojas, sino que permitía explicar el misterioso árbol de la Alhambra. Al fin y al cabo, como reconocía el mismo Jepson en su artículo de 1929, "algunos oficiales de marina, como es bien conocido, también recolectaban sus propias semillas de árboles nativos". Solo hacía falta que algún miembro de la Malaspina hubiera acabado pocos años después en la ciudad de Granada.

      En los últimos años hemos sabido que, de hecho, los españoles habían tenido algunas oportunidades previas para recolectar semillas y llevarlas de vuelta a la península.
     Como cuenta Antonio Madridejos, en 1768, "Carlos III ordenó a José de Gálvez, su virrey en la ciudad de México, la organización de cuatro expediciones -dos por tierra y dos por mar- para consolidar la presencia española en la Alta California y así evitar el desembarco de colonos ingleses y rusos".
     En unos de esos viajes, el comandado por Gaspar de Portolá, los expedicionarios acamparon cerca de la localización actual de la ciudad de Watsonville y visitaron el Lago Pinto. Allí, en la entrada del 10 de octubre, Juan Crespí escribió que se habían encontrado con "mucha abundancia" de "unos palos muy altos de madera colorada, árboles no conocidos que tienen la hoja muy diferente de la de los cedros". Curiosamente ese parece ser el origen de Palo Alto; que fue como los expedicionarios llamaron al siguiente campamento, ya en la bahía de San Francisco.

Entonces, ¿hay una secuoya en la Alhambra?

      Con todo esto en mente y, aunque pueda parecer sorprendente, la pregunta relevante no es si hay una secuoya en la Alhambra. Hay secuoyas en el conjunto monumental de la Alhambra, tanto en el Generalife como en otras zonas de la ciudad. El problema es que, según el Patronato del monumento, esas secuoyas fueron plantadas entre 1854 y 1856, coincidiendo con la construcción de los Jardines altos del Generalife (que, en aquel momento, pertenecían a un particular).
     Sin embargo, estas no pudieron ser las secuoyas de las que hablaba Dimond porque no podían tener ese tamaño cuando la vio. Por eso la pregunta relevante es si existió esa secuoya en 1926 y ahí la situación se complica.

Lo hemos leído aquí

-----

8/24/2024

EL CIPRÉS DE LA SULTANA
¿Testigo de una traición?
Fotos: Alfonso Alegre Heitzmann

Según la leyenda que recogió el novelista renacentista Ginés Pérez de Hita en 1525 un ciprés plantado en el patio del Generalife, fue testigo mudo de los amores furtivos de Morayma, esposa del rey Boabdil, y un apuesto caballero de la tribu de los Abencerrajes. Los encuentros de los amantes a su sombra, en noches de luna llena, fueron delatados al último rey moro de Granada. La ira de Boabdil fue tal que en represalia mandó degollar a varios caballeros de la noble tribu musulmana. La leyenda identifica aún hoy las manchas de óxido de hierro existentes en el fondo de la fuente de la Sala de los Abencerrajes de la Alhambra con la sangre derramada en la venganza.
     Fue posiblemente la divulgación de los viajeros románticos que visitaron Granada en el siglo XVIII la que generalizó este fantástico relato. Aunque si el bautizado como Ciprés de la Sultana pudiera hablar quizá contara historias aún más fabulosas.

     Los botánicos José Tito y Manuel Casares creen que este ejemplar de Cupressus sempervirens fue, hasta que murió no hace muchos años, el ciprés más antiguo de Granada.
     Aparece ya bastante crecido en un grabado fechado en el año 1500, integrado en una hilera de árboles de la misma especie que dio nombre al lugar del Generalife donde se encontraban: Patio de los cipreses.
     Para los botánicos no hay duda de que, por su enorme tamaño, fue plantado en época árabe y que pudo vivir más de 600 años. Muríó en los años 80 del pasado siglo. La leyenda atribuye su muerte a un rayo. Sin embargo, Tito y Contreras opinan que, en realidad, murió de viejo.
     Los turistas que visitan la Alhambra sólo pueden contemplar hoy su tronco seco, apenas una ruina de su antiguo esplendor, junto a una inscripción que recuerda su leyenda. El ciprés forma parte de uno de las estancias con más encanto de la residencia de verano de los monarcas de la dinastía nazarí. Junto a otros árboles -ya desaparecidos- flanqueaba un patio con un estanque cercado por setos de arrayán y en medio de él islotes con frondosa vegetación y otro estanquillo central con una fuente de piedra.
     Alfonso Alegre Heitzmann nos dice en su blog: "Vale la pena señalar la singular belleza de este patio cuya extraña forma debe interpretarse como fruto de una armoniosa evolución. Hacia 1920, el paisajista francés J.C.N. Forestier, se entretuvo en buscar su geometría y averiguar cuál era la base matemática que generaba tanta perfección formal. Al parecer experimentó con su trazado en algunos de los jardines que hizo, añadiendo y variando elementos y proporciones. No es de extrañar, pues, que este pequeño patio sea uno de los más bellos e insólitos de la historia de la jardinería".



Información: 

https://www.waymarking.com/waymarks/wm1776X_Ciprs_del_Patio_de_La_Acequia_del_Generalife_Alhambra_Granada
https://www.alhambra-patronato.es/el-patio-del-cipres-de-la-sultana

-----

8/21/2024

Takahashi en Okayama, el cronista de Japón (072 - 013)

TAKAHASHI HIROSHI (JAPÓN, 1960)

El ichō del templo de Bodaiji (prefectura de Okayama)

Especie: Ichō (Ginkgo biloba, familia Ginkgoaceae, género Ginkgo)
Dirección: Kōen 1532, Nagi-chō, Katsuta-gun, Okayama-ken 708-1307.
Perímetro del tronco: 11,9 m.       Altura: 30 m.          Edad: 900 (atribuida)
Designado monumento natural nacional.
Tamaño ★★★★    Vigor ★★★★★     Porte ★★★★
Calidad del ramaje ★★★★     Majestuosidad ★★★★★

     Me gustaría presentarles ahora el austero aspecto que muestra el ichō (Ginkgo biloba) más grande de la región de Chūgoku, que fue presentado ya en el artículo La estación más verde.
     A media ladera del monte Nagi, a una altitud de 600 metros, se encuentra el templo budista de Bodaiji. Acercándonos al edificio principal procedentes del aparcamiento, atraerá inmediatamente nuestra vista, al fondo del recinto, a mano derecha, un gran ichō que se alza imponente, como figura principal sobre un fondo de cedros japoneses (sugi).
     El templo de Bodaiji es el lugar donde se preparó entre los nueve y los 13 años el sabio budista Hōnen (1133-1212), fundador de la secta de la Tierra Pura (Jōdoshū). Se dice que el ichō se desarrolló a partir de un bastón o rama que Hōnen clavó en el suelo en un gesto de determinación en su empeño por coronar con el éxito su formación educativa.
     Durante algún tiempo, el templo quedó abandonado y su recinto ofrecía una ruinosa imagen, pero ahora luce tan bello que parece otro, pues es objeto de un cuidadoso mantenimiento y además de parking tiene también servicios. Alrededor del árbol se han instalado corredores de madera elevados sobre estacas para evitar dañar las raíces, una muestra del celo con que está siendo preservado. Muestra el gigante, como es típico en los ichō de sexo masculino, unas magníficas raíces aéreas, raíces que se extienden a partir del tronco y de las ramas. Las que cuelgan de una gran rama horizontal a modo de innumerables estalactitas son realmente inigualables. Da la sensación de que cada una de esas raíces fuera extendiéndose por propia voluntad.
     Estas raíces aéreas se denominan normalmente chichi u oppai (tetas) pero aquí, en el municipio de Nagi, reciben el nombre de rengi, forma dialectal de la palabra japonesa surikogi (mano de mortero), y su parecido con este objeto es innegable. Esta comarca es de copiosas nevadas y, según se dice, en la era Tenmei (1781-1789) una gran rama que se extendía hacia el norte cedió al peso de la nieve hasta quedar en contacto con el suelo, de donde surgió un nuevo tronco. Una buena muestra de la asombrosa vitalidad que tiene el ichō.
     Presenta este ejemplar el poderoso porte que caracteriza a su especie, con mayor anchura de tronco a una cierta altura que en la base. Durante el estío su follaje es tan lujuriante que no permite obtener una imagen de conjunto, mientras que en invierno se muestra literalmente cubierto de unas ramillas finas como agujas que crecen profusamente por todo su tronco. Como debió de perder su tronco principal original, cabe pensar que con este desarrollo de nuevas ramillas trata de sostener el nivel de fotosíntesis. Con esa corpulencia que tiene, parece un ser robusto e inamovible, pero lo cierto es que está luchando con todas sus fuerzas para no debilitarse.
     Los momentos más recomendables para visitarlo son el otoño, cuando sus hojas se tiñen de amarillo, y el invierno, cuando está asegurado el espectáculo de esa fuerza casi terrorífica de sus raíces aéreas, que quedan totalmente al descubierto una vez perdido el follaje.
     Entre mediados y finales de noviembre el tono amarillo de su manto otoñal alcanza su mayor esplendor, realzado desde 2012 por la iluminación nocturna. La fantástica visión de este gigante iluminado en medio de la oscuridad se convertirá, sin ninguna duda, en una experiencia inolvidable.

Nº 072
-----