Cabeceaban igual que nosotros delante del televisor. Al amanecer, arriba las ramas. Sin pereza pues les va en ello la vida. La salida del sol marca el comienzo de un nuevo día de trabajo, sin siesta, en ese extraordinario laboratorio fotosintético capaz de convertir la energía luminosa en energía química, alimentos fundamentales para ellos y el resto de los seres vivos. Es su particular erección matutina.
Y es que las plantas se mueven. No lo suficiente como para poder huir de nosotros, pero sí para perseguir el sol de este a oeste, retornando por la noche a la posición inicial de diana, como hacen los girasoles. De ahí su nombre. Este movimiento vegetal lo descubrió el artista y excelente botánico Leonardo da Vinci. El sabio humanista también estudió el geotropismo, la asombrosa capacidad de las plantas para distinguir arriba (para las ramas) y abajo (para las raíces) con la sola ayuda de la fuerza de la gravedad. Ahora sabemos que lo hacen gracias a unas células motoras, a modo de músculos. Las mismas células capaces de activar en rápidos movimientos las trampas mortales de algunas especies carnívoras consumidoras de insectos, de abrir y cerrar flores dependiendo de la hora, de plegar las hojas de las delicadas mimosas con solo tocarlas, de aferrarse a otros para sostenerse y hasta de estrangularlos si es necesario.
Muchos árboles también caminan gracias a su prodigiosa facultad de lanzar hijos desde las raíces, a quienes cuidan con cariño o directamente machacan, según especies y circunstancias. Trepan, se enroscan, dan vueltas. Se pelean con los vecinos, empujándose unos a otros para hacerse sitio hacia los lados o en altura en esa cruenta batalla por alcanzar los nutrientes del suelo y la luz vivificadora. Quien no lo logra muere. Es una guerra violenta donde no se vacila en utilizar armas químicas de destrucción masiva, emitiendo venenosas sustancias capaces de expulsar a la competencia más preparada.
Algunos se disfrazan para parecer lo que no son. Otros, verdaderos manipuladores, lo hacen para atraerse ayudantes sexuales como polinizadores activos que den eternidad a su registro genético. Todos valoran el entorno y a los del entorno antes de tomar decisiones.
Solo les faltaba hablar, y lo hacen, claro que lo hacen. El bosque animado, desordenadamente ordenado, como decía Félix Rodríguez de la Fuente, nunca es silencioso. Los árboles emiten toda clase de ruidos, crujidos, murmullos, siseos, rezongos. Se comunican e intercambian información (entre ellos y con los animales), memorizan posiciones y, por supuesto, poseen su propia personalidad, indeleble e intransferible. ¿Serán también inteligentes? Y si lo son, ¿dónde tienen ese cerebro tan perfecto?
La respuesta nos la adelantó Charles Darwin, el padre de la evolución. En 1880, solo dos años antes de morir, publicó junto con su hijo y también excelente científico Francis Darwin un libro de título revelador: El poder del movimiento de las plantas. Y justo en el último párrafo se atreve a señalar dónde está ese cerebro vegetal. En la punta de las raíces, que mueven como si fueran gusanos en crecimiento y que trabajan en red a modo de particular sistema nervioso. Trabajo colaborativo en red, ¿les suena de algo? Nosotros lo estamos empezando a descubrir ahora.
Así que tomen buena nota antes de lastimar un árbol. Recuerden que, a su manera, estos seres fascinantes sienten, padecen, aman, odian, evocan, duermen e incluso, mucho ojo, cuentan con conexión a internet.
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