jueves, 8 de mayo de 2014

JESÚS DEL RÍO
Saramago y los árboles (y II)
Colaborador de Correos de la Vega - www.otragranada.org

El último párrafo de la primera parte, de la que un duende hizo desaparecer la frase final, nos sirve como inicio de esta segunda y última entrega de "Saramago y los árboles". Esta selección de textos fue leída por Jesús del Río en “Recordando a José Saramago. La sostenibilidad en su obra y pensamiento”, acto celebrado en Granada el martes 18 de Enero de 2011 
     Y a veces el árbol también se convierte en personaje literario, así en su viaje a Portugal cuando se encuentra con un hombre en Quinta da Bacalao, escribe “Trabaja aquí desde muchacho, y el plátano que ahora está dando sombra a ambos, lo plantó el. ¿Cuántos años hace?, pregunta el viajero, Cuarenta. El plátano está joven aún; si no lo agarra la peste, o le cae un rayo, tiene para cien años. Caramba, que resistente es la vida. Cuando yo muera, aquí queda este, dice el hombre. El plátano lo oye, pero se hace el distraído, Ante extraños no habla, es un principio que todos los árboles siguen, pero cuando se aleje el viajero, seguro que dice, No quiero que mueras, padre. Y si le preguntan al viajero como lo sabe, responderá que es un especialista en charla con los árboles.”

      Pero si hay un árbol preferente en la vida y obra de José Saramago, este es el olivo. En su tierra natal de Azinhaga, comentaba como “hectáreas y hectáreas de tierra plantada de olivos fueron inmisericordemente arrasadas hace algunos años, se arrancaron cientos de miles de árboles, se extirparon del suelo profundo, o allí se dejaron para que se pudrieran las viejas raíces que, durante generaciones y generaciones, dieron luz a los candiles y sabor a los guisos. Por cada pie de olivo arrancado, la Comunidad Europea pagó un premio a los propietarios de las tierras, grandes latifundistas en su mayoría, y hoy, en lugar de los misteriosos y vagamente inquietantes olivares de mi tiempo de niño y adolescente, en lugar de los troncos retorcidos, cubiertos de musgos y líquenes, agujereados de escondrijos donde se acogían los lagartos, en lugar de los doseles de ramas cargados de aceitunas negras y de pájaros, lo que se nos presenta ante los ojos es un enorme, monótono, un interminable campo de maíz híbrido…. Me cuentan ahora que están volviendo a plantar olivos, pero de esos que por muchos años que vivan, serán siempre pequeños. Crecen más deprisa y las aceitunas se recogen con más facilidad. Lo que no se es donde se meterán los lagartos.
      En todos los nombres, cuando su personaje deambulaba por el cementerio en busca de la lápida de la mujer de su ficha “El árbol al que don José se acogió es un olivo antiguo, cuyos frutos sigue recogiendo la gente del extrarradio a pesar de que el olivar se haya convertido en cementerio. Con la mucha edad, el tronco se ha ido abriendo de lado, de arriba abajo, como una cuna que hubiese sido puesta de pie, para que ocupe menos espacio, y es ahí donde don José dormita de vez en cuando, es allí donde despierta bruscamente asustado por un golpe de viento que le abofetea la cara, o si el silencio y la inmovilidad del aire se hacen tan profundos que el espíritu en duermevela comienza a soñar con los gritos de un mundo que resbala hacia la nada”
      Pero a veces con la especie no basta, sino que es necesario aclarar hasta la variedad. Este es el caso del olivo donde se encuentran Pedro Orce, Joaquim Sassa y José Anaico en la balsa de piedra, “este olivo es cordovil, o cordovio, o cordobés, tanto da, que estos tres nombres se usan, sin diferencia, en tierra portuguesa, y a la aceituna reina, pero cordobesa no, aunque estemos más cerca de Córdoba que de la frontera del más allá.” “Pero decir que es cordovil el olivo servirá al menos, para observar hasta que extremo pecaron de omisión, por ejemplo, los evangelistas cuando se limitaron a escribir que Jesús maldijo la higuera, parece que debiera bastarnos la información y no nos basta, no señor, porque, pasados veinte siglos, no sabemos aún si el árbol desgraciado daba higos blancos o negros, tempranillos o tardíos, de capa-rora o gota-de-miel, no es que con esta carencia vaya a padecer la ciencia cristiana, pero la verdad histórica seguro que sufre.”
      En este breve repaso, han aparecido; olmo, chopo, fresno, sauce, pino, cerezo, higuera, ébano, encina, alcornoque, plátano y olivo, es decir, una docena de especies de árboles que ponen de manifiesto el interés del autor. Y parece que esta preocupación por su conocimiento queda reflejada en todos los nombres, cuando escribe “don José no se sentó en un banco, empleó el tiempo paseando por las alamedas, se distrajo mirando las flores y preguntándose que nombres tendrían, no es de sorprender que sepa tan poco de botánica quien se ha pasado toda su vida metido entre cuatro paredes.” Párrafo, por cierto, que apareció en la contraportada de la publicación de la Lista Roja de la Flora Vascular Española.      
      José Saramago, en su niñez pudo contar con la inmejorable escuela botánica que fue el huerto de sus abuelos y el entorno de Azinhaga “Al lado, a tan poca distancia que las ramas tocaban la parte superior del almiar, estaba la higuera grande, o simplemente la Higuera, porque aunque hubiera otra, nunca crecería mucho, tanto por ser así su naturaleza, como por el respeto que la veterana le infundiría. Árbol venerable era también un olivo en cuyo retorcido tronco se apoyaba la valla que dividía el huerto. Por culpa de las zarzas que lo rodeaban y de un espino albar que le hacía amenazadora guardia, fue, en los alrededores de la casa de mis abuelos, el único árbol de porte en el que nunca me encaramé. Había unos cuantos árboles más, no muchos, uno o dos ciruelos silvestres que hacían lo mejor que podían, un granado poco dadivoso, unos membrillos cuyos frutos ya perfumaban a diez pasos, un laurel, algún olivo mas.”
      Un conocimiento que derivo hacía el cariño por los árboles, como bien le enseñó su abuelo Jerónimo y de la que otros compañeros harán referencia en sus lecturas.
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