JOSÉ DE VIERA Y CLAVIJO (Los Realejos 1731-1813)
Del "Diccionario de Historia Natural de las Islas Canarias"
La majestad con que un robusto árbol levanta su copa a los cielos, le da un aspecto halagüeño y le imprime un aire de grandeza, que ningún ser viviente suele tener. ¡Qué género de conmoción no se experimenta a la vista de un alte pino o de un copudo castaño, de un descollado tilo o de una eminente palma! ¡Quién será el que al penetrar en un bosque no sienta en su interior no sé qué extraña impresión que no es posible encarecer! La dulce calma, el grato olor, la media luz vista por entre el templado verdor, el silencio, lo erguido de los troncos, lo dilatado de la perspectiva, todo convida al placer le meditar. Por el contrario, ¡qué desnudez más triste la de un terreno sin árboles!
Así, después de haber bajada de la cima del pico de Teide de Tenerife, por medio de lavas de volcanes y páramos de piedra pómez, los primeros arbustos que yo encuentro son los escobones o "cítisos prolíferos", y aquellas retamas de flor blanca que regalan mi olfato y que recrean mis ojos.
Más abajo se me presenta una. selva de pinos gigantescos, entre los cuales se distinguen algunos cedros del Líbano. Luego el monte verde poblado de brezos, tilos, avernos, palos blancos, viñátigos, acebiños, xinjas, laureles, barbusanos, follados, hayas, lentiscos, saúcos, acebuches, hormigones, madroños, sauces, etc. Y, por último, los predios de castaños, nogales y otros frutales especiosos.
Sabemos que todavía a principios del siglo XVII se iba desde la villa de la Orotava al puerto de Garachico, que son casi cinco millas de camino, por debajo cíe una floresta continuada de laureles, acebuches, palmas, dragos, cipreses, etc., cuyo olor perfumaba el contorno. (Viaje de Purchass, tomo 5, cap. 11).
Si por otra parte me acerco a la célebre montaña de Doramas, en Canaria, el peristilo de acebiños y laureles por el cual entro, desde luego me anuncia que voy a penetrar a paraje más intrincado, donde los mayores árboles descuellan. Llego, en efecto, al sitio llamado las "Madres de Moya", y unos excelsos tilos con eminentes bóvedas que las espesas ramas tejieron, me presentan un templo augusto, imagen de la Catedral, cuyo nombre lleva. Sentado a su benigna sombra mi pecho se dilata; respiro un aura suave; oigo el canto de los pájaros canarios, capirotes y mirlos, y el susurro de las aguas que corren, frías, diáfanas y delgadas. Miro hacia arriba., y por los claros de las aberturas de las ramas alcanzo a ver las inmediatas cumbres de los altos peñascos que rodean aquel ameno valle, y pendientes en ellos algunas cabras y la manada de ovejas que guía un pastorcillo vestido con capote de lana blanca con aguadera..
Pero pasemos del placer que los árboles nos ocasionan a los bienes innumerables, que les debemos. Aquel fuego que la leña mantiene para las necesidades de la vida; aquel arado que surca la tierra; aquella fragua, aquella barca, aquel torno, aquel techo, en su¬ma, todas aquellas artes en que se emplean las maderas, ¿podrán existir sin los árboles, por ventura? Mas antes que ellos caigan víctimas del hacha, ¿con cuántos ricos presentes no nos favorecen? De sus ramas bajan, a echarse a nuestros pies la castaña, la aceituna, la nuez, la almendra; y se ponen en nuestras manos: la naranja, la granada, la ciruela, la pera, el plátano, el limón... Corre el aceite de la oliva, y el vino de la parra. El moral nos da seda y el algodonero su preciosa pelusa. Suda el drago su sangre, el almácigo su resina, el pino su brea, el cardón y la tabaiba su leche...
¿Y por qué aquellas lomas se han descarnado, y perdido su antigua feracidad? ¡Ah! Priváronlas de los árboles que con sus raíces entrelazadas sos¬tenían la tierra. ¿Y por qué el otro cerro se reviste ahora todos los años de nuevos céspedes y de lozanas yerbas? Porque las hojas de los árboles y arbustos inmediatos, habiéndose deshecho y podrido, le ofrecen sin cesar una admirable tierra hortense.
Además de esto, nadie puede ignorar que la espesura de los montes es una de las cosas que más atraen las benéficas lluvias, y que contribuyen, por consiguiente, a enriquecer los manantiales de agua viva. Por tanto, no cortes jamás un árbol sin haber plantado antes diez. Catón, en su Libro de la Vida Rústica, decía: "Cuando se trata de edificar, delibéralo largo tiempo; mas cuando se trata de plantar, el deliberar sería, un absurdo: no te detengas, planta sin dilación; esta es una ocupación digna de un honrado vecino, es un obsequio debido a la naturaleza, y fácil de practicar. Pero, al contrario, tropezamos a cada paso unos hombres que tienen la osadía de destruir en pocos instantes la bella obra de los siglos, y el patrimonio de la posteridad, mientras no han hecho en toda su vida nada útil ni dejarán en los campos vestigios de su existencia.
Del "Diccionario de Historia Natural de las Islas Canarias"
La majestad con que un robusto árbol levanta su copa a los cielos, le da un aspecto halagüeño y le imprime un aire de grandeza, que ningún ser viviente suele tener. ¡Qué género de conmoción no se experimenta a la vista de un alte pino o de un copudo castaño, de un descollado tilo o de una eminente palma! ¡Quién será el que al penetrar en un bosque no sienta en su interior no sé qué extraña impresión que no es posible encarecer! La dulce calma, el grato olor, la media luz vista por entre el templado verdor, el silencio, lo erguido de los troncos, lo dilatado de la perspectiva, todo convida al placer le meditar. Por el contrario, ¡qué desnudez más triste la de un terreno sin árboles!
Así, después de haber bajada de la cima del pico de Teide de Tenerife, por medio de lavas de volcanes y páramos de piedra pómez, los primeros arbustos que yo encuentro son los escobones o "cítisos prolíferos", y aquellas retamas de flor blanca que regalan mi olfato y que recrean mis ojos.
Más abajo se me presenta una. selva de pinos gigantescos, entre los cuales se distinguen algunos cedros del Líbano. Luego el monte verde poblado de brezos, tilos, avernos, palos blancos, viñátigos, acebiños, xinjas, laureles, barbusanos, follados, hayas, lentiscos, saúcos, acebuches, hormigones, madroños, sauces, etc. Y, por último, los predios de castaños, nogales y otros frutales especiosos.
Sabemos que todavía a principios del siglo XVII se iba desde la villa de la Orotava al puerto de Garachico, que son casi cinco millas de camino, por debajo cíe una floresta continuada de laureles, acebuches, palmas, dragos, cipreses, etc., cuyo olor perfumaba el contorno. (Viaje de Purchass, tomo 5, cap. 11).
Si por otra parte me acerco a la célebre montaña de Doramas, en Canaria, el peristilo de acebiños y laureles por el cual entro, desde luego me anuncia que voy a penetrar a paraje más intrincado, donde los mayores árboles descuellan. Llego, en efecto, al sitio llamado las "Madres de Moya", y unos excelsos tilos con eminentes bóvedas que las espesas ramas tejieron, me presentan un templo augusto, imagen de la Catedral, cuyo nombre lleva. Sentado a su benigna sombra mi pecho se dilata; respiro un aura suave; oigo el canto de los pájaros canarios, capirotes y mirlos, y el susurro de las aguas que corren, frías, diáfanas y delgadas. Miro hacia arriba., y por los claros de las aberturas de las ramas alcanzo a ver las inmediatas cumbres de los altos peñascos que rodean aquel ameno valle, y pendientes en ellos algunas cabras y la manada de ovejas que guía un pastorcillo vestido con capote de lana blanca con aguadera..
Pero pasemos del placer que los árboles nos ocasionan a los bienes innumerables, que les debemos. Aquel fuego que la leña mantiene para las necesidades de la vida; aquel arado que surca la tierra; aquella fragua, aquella barca, aquel torno, aquel techo, en su¬ma, todas aquellas artes en que se emplean las maderas, ¿podrán existir sin los árboles, por ventura? Mas antes que ellos caigan víctimas del hacha, ¿con cuántos ricos presentes no nos favorecen? De sus ramas bajan, a echarse a nuestros pies la castaña, la aceituna, la nuez, la almendra; y se ponen en nuestras manos: la naranja, la granada, la ciruela, la pera, el plátano, el limón... Corre el aceite de la oliva, y el vino de la parra. El moral nos da seda y el algodonero su preciosa pelusa. Suda el drago su sangre, el almácigo su resina, el pino su brea, el cardón y la tabaiba su leche...
¿Y por qué aquellas lomas se han descarnado, y perdido su antigua feracidad? ¡Ah! Priváronlas de los árboles que con sus raíces entrelazadas sos¬tenían la tierra. ¿Y por qué el otro cerro se reviste ahora todos los años de nuevos céspedes y de lozanas yerbas? Porque las hojas de los árboles y arbustos inmediatos, habiéndose deshecho y podrido, le ofrecen sin cesar una admirable tierra hortense.
Además de esto, nadie puede ignorar que la espesura de los montes es una de las cosas que más atraen las benéficas lluvias, y que contribuyen, por consiguiente, a enriquecer los manantiales de agua viva. Por tanto, no cortes jamás un árbol sin haber plantado antes diez. Catón, en su Libro de la Vida Rústica, decía: "Cuando se trata de edificar, delibéralo largo tiempo; mas cuando se trata de plantar, el deliberar sería, un absurdo: no te detengas, planta sin dilación; esta es una ocupación digna de un honrado vecino, es un obsequio debido a la naturaleza, y fácil de practicar. Pero, al contrario, tropezamos a cada paso unos hombres que tienen la osadía de destruir en pocos instantes la bella obra de los siglos, y el patrimonio de la posteridad, mientras no han hecho en toda su vida nada útil ni dejarán en los campos vestigios de su existencia.
¡Qué placer se puede igualar al de extender la vista por la campiña que uno ha vestido de árboles, y decir: ¡Dios crió las especies; yo, las he multiplicado! ¡La posteridad bendecirá mis cuidados, cuando eche de ver que yo he tenido la generosidad de trabajar para ella; la Patria me tributará elogios, porque he aumentado sus verdaderos bienes...! Gratas reflexiones que deberían animar a todos los canarios, amenazados de la temible situación de carecer de árboles de montaña.
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