lunes, 3 de enero de 2011

EL PESCADOR COCOTERO
Nueva Guinea

     Bueno, ya sabéis cómo son las cosas: algunas personas siempre van a la suya. Siempre lo han hecho y siempre lo harán. De modo que, cuando en el origen de los tiempos, los habitantes de Nueva Irlanda decidieron que lo mejor era que todos se ocuparan de todo —un poco de pesca, cierto cuidado de la granja y algo de caza—, uno de los hombres no aceptó la decisión de los demás.
     —Yo soy pescador —reclamó—. Es lo que conozco y a lo que me dedico. No pienso perder el tiempo esperando a que la comida brote de un trozo de estúpida tierra marrón, pudiendo estar en el luminoso mar azul, recogiendo los alimentos que están ahí, esperándome.
     —Pero es más justo compartir el trabajo —apuntaron los demás—. Debemos turnarnos y hacer un poco de todo.
     —No pienso hacerlo —sentenció el pescador, y se alejó para ocuparse de sus cosas.
     Es posible que él fuese el mejor a la hora de capturar peces y que otros tuviesen más traza que él para crear  jardines o cultivar huertos. Pero ésa no era la cuestión. Los habitantes del poblado estaban molestos y decidieron darle una lección. —Entonces, dejemos que cuide de sí mismo —exclamaron—,Y que se quede todo lo que pesque. ¿Por qué habríamos de preferir el pescado a la batata y la colocasia que tanto trabajamos para cultivar, o a la dulzura de la miel que encontramos en el bosque?
     De modo que, cuando aquella noche el pescador regresó al poblado con su pes­ca, no le hicieron el menor caso. No le dirigieron la palabra, ni le saludaron siquie­ra y, por supuesto, nadie comió con él ni trocó un alimento por otro.
     Cansado como estaba después de pasar todo el día en el mar, el pobre pescador fue de puerta en puerta, hasta llegar al inicio del bosque. Para entonces, ya había caí­do la noche.
     «Tal vez encuentre algo de batata silvestre», se dijo, al tiempo que improvisaba una antorcha con un trozo de bambú. Se adentró en el bosque hasta que llegó a un lugar que le pareció prometedor. Fijó la antorcha en su espalda para ver dónde cavaba.
     Pero cuando se inclinó para sacar una raíz, la llama de la antorcha le prendió fue­go a su pelo. Cayó sin poderlo remediar y, como no había nadie cerca para ayudar­le, murió en el agujero que él mismo había cavado.
     Al día siguiente, cuando los habitantes del poblado encontraron su cuerpo, se arrepintieron de su comportamiento. Pero mientras le enterraban, se dijeron: «El quiso ir a la suya».
     Y probablemente le hubieran olvidado sin más de no ser por el extraño brote que creció sobre su tumba. Poco a poco, el tallo se fue haciendo grueso hasta con­vertirse en un tronco y, al cabo de muchos meses, al árbol le nacieron unas largas hojas. Nadie sabía lo que era, pero todos se esmeraban en cuidarlo.
     Al cabo de un año, el árbol dio un extraño fruto verde y redondo, y los niños del poblado acudieron a verlo madurar. Cuando por fin cayó al suelo, todos los isle­ños se congregaron para ver qué contenía.
     Quitaron una gruesa cáscara verde y encontraron un fruto del tamaño de la cabeza de un hombre. Era rugoso y marrón como un rostro curtido por el viento y el sol, y tenía tres agujeros que recordaban la cuenca de dos ojos y el orificio de una boca.
     Entonces, los habitantes del poblado lo entendieron todo. ¡El pescador había regresado! Pero en aquella ocasión, en lugar de peces, les proporcionaba bebida y alimento: el agua dulce y la carne blanca y firme del coco.
     Y así fue como el hombre que nunca había cultivado nada a lo largo de su vida dio, con su muerte, el mejor de todos los frutos.
---Fin---

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