LOS ÁRBOLES DEL MONTE
Había una vez un monte con muchos árboles. Algunos habían nacido en ese mismo lugar y, por eso, se los llamaba autóctonos. Otros habían sido plantados por don Ramón, quien tenía allí una chacra.
Los pajaritos preferían hacer sus nidos en los árboles autóctonos. ¿Por qué les gustaban más que los otros? Porque eran variados, tenían frutas de colores y ramas de diferentes formas y dimensiones más apropiadas para sostener los nidos.
En cambio, en las superficies cubiertas de pino, todas las ramas crecían en forma simétrica, no entraba la luz, no tenían frutas, y ningún pájaro construía su nido en ese tipo de plantaciones.
Los papas pájaros decían a sus hijos pajaritos:
- No vayan a los montes de pinos, los árboles están muy juntos, debajo de las ramas, está muy oscuro, y, si se pierden, no van a encontrar ningún alimento; nada crece a la sombra de esos árboles.
Así, todos los pájaros preferían vivir en la zona de la chacra, donde se conservaba el antiguo monte: lapachos, laureles, timbó y todo tipo de árboles; grandes y pequeños, altos y bajos.
En el monte había una gran variedad de pájaros: benteveos, zorzales, gorriones, tucanes, pilinchos, tordos, tico-ticos, azulejos y muchos más. Vivían felices y compartían los alimentos que les proveía la naturaleza. También había algunos animales salvajes, como carpinchos, erizos, osos hormigueros y coatíes, y, además, muchos insectos.
Los pájaros hacían sus nidos en las ramas más altas de los árboles, para que ningún animal comiera sus huevitos o atacara a sus pichones.
Esta primavera habían nacido un montón de pajaritos. Don Ramón observaba a sus papas que trabajaban afanosamente para alimentar a los exigentes críos que, cuando pasaban algún rato sin comer, se ponían a gritar con todas las fuerzas. También los veía posados sobre su tractor, cuando araba y preparaba la tierra para sembrar el maíz. Los pájaros lo seguían tratando de cazar alguna lombriz desprevenida. Y, cuando iba al gallinero, lo acompañaban para disputar algunos granos con los pollitos.
Don Ramón sabía que los pájaros eran sus amigos, porque al comerse los insectos, protegían su huerta y verduras de las plagas, tan frecuentes en la época de calor.
A don Ramón y a su esposa, doña Paulina, les gustaba caminar al atardecer, observar el cielo, las plantaciones e imaginar cuánto crecerían los pollitos en algunos meses.
En los días secos, disfrutaban regando las flores del jardín.
Una tarde de octubre, se percibía en el ambiente un aire especial; el clima estaba pesado y había muchos insectos, como anunciando una tormenta. Don Ramón observaba el cielo y fruncía el ceño. No le gustaba nada. Sus huesos también le avisaban del temporal. Le dijo a su esposa que le convenía guardar la ropa colgada, que había que hacer entrar a todos los animales en el galpón del fondo, y cerrar todas las ventanas de la casa. Luego, se acostaron a dormir.
A medianoche, comenzó a soplar un viento huracanado terrible.
La casa de madera que tantos años los había protegido crujía como quejándose de los embates del temporal. Los animales encerrados ni se movían. Don Ramón observó desde la ventana cómo bailaban los árboles del jardín y rogaba a Dios que quedaran ahí firmes, como centinelas de la casa. Pero fue en vano; la luz intermitente de los relámpagos alumbró el panorama, y vio cómo se desgarraba un enorme lapacho, que cada primavera los había alegrado con sus coloridas flores. Se desplomó sobre el cerco del gallinero destruyéndolo, por completo, pero, por lo menos, su casa seguía de pie.
Don Ramón estaba muy asustado y sólo mantenía la calma para no alarmar a su mujer, que era tremendamente asustadiza. Se asomó para ver un poco más lejos y le dio miedo observar, gracias a la luz de los relámpagos, las copas de los árboles sacudidas como plumeros gigantes, frenéticos, que tocaban la tierra y volvían a levantarse.
Así pasaron unos cuarenta minutos que parecieron eternos. Luego, la lluvia intensa, espesa, cubrió todo el espacio oscuro. Don Ramón y su esposa durmieron intranquilos. Se levantaron cuando los primeros rayos del sol acariciaban la tierra. Don Ramón se vistió, y, antes de desayunar, salió a contemplar el paisaje desolador. El pinar, que él había plantado hacía veinte años pensando en sus hijos y nietos, se hallaba por el suelo. No podía creer lo que veían sus ojos. Los árboles, que hacía unas horas estaban de pie, con sus copas tendidas al cielo, ahora, tenían sus troncos tronchados, como si una motosierra gigante hubiese arrasado todo durante la noche. Estaban desflecados, retorcidos, como si el viento los hubiese usado para divertirse.
Nunca había visto algo igual... Su corazón latía fuerte, su trabajo de plantar, combatir plagas, cuidar que la maleza no cubriera todo había sido destruido en unos minutos.
Se sintió pequeño y triste. Bajó su cabeza, se sentó sobre un tronco derrumbado y se quedó en silencio.
María Mercedes Jiménez de Gallero (Argentina)
Los pajaritos preferían hacer sus nidos en los árboles autóctonos. ¿Por qué les gustaban más que los otros? Porque eran variados, tenían frutas de colores y ramas de diferentes formas y dimensiones más apropiadas para sostener los nidos.
En cambio, en las superficies cubiertas de pino, todas las ramas crecían en forma simétrica, no entraba la luz, no tenían frutas, y ningún pájaro construía su nido en ese tipo de plantaciones.
Los papas pájaros decían a sus hijos pajaritos:
- No vayan a los montes de pinos, los árboles están muy juntos, debajo de las ramas, está muy oscuro, y, si se pierden, no van a encontrar ningún alimento; nada crece a la sombra de esos árboles.
Así, todos los pájaros preferían vivir en la zona de la chacra, donde se conservaba el antiguo monte: lapachos, laureles, timbó y todo tipo de árboles; grandes y pequeños, altos y bajos.
En el monte había una gran variedad de pájaros: benteveos, zorzales, gorriones, tucanes, pilinchos, tordos, tico-ticos, azulejos y muchos más. Vivían felices y compartían los alimentos que les proveía la naturaleza. También había algunos animales salvajes, como carpinchos, erizos, osos hormigueros y coatíes, y, además, muchos insectos.
Los pájaros hacían sus nidos en las ramas más altas de los árboles, para que ningún animal comiera sus huevitos o atacara a sus pichones.
Esta primavera habían nacido un montón de pajaritos. Don Ramón observaba a sus papas que trabajaban afanosamente para alimentar a los exigentes críos que, cuando pasaban algún rato sin comer, se ponían a gritar con todas las fuerzas. También los veía posados sobre su tractor, cuando araba y preparaba la tierra para sembrar el maíz. Los pájaros lo seguían tratando de cazar alguna lombriz desprevenida. Y, cuando iba al gallinero, lo acompañaban para disputar algunos granos con los pollitos.
Don Ramón sabía que los pájaros eran sus amigos, porque al comerse los insectos, protegían su huerta y verduras de las plagas, tan frecuentes en la época de calor.
A don Ramón y a su esposa, doña Paulina, les gustaba caminar al atardecer, observar el cielo, las plantaciones e imaginar cuánto crecerían los pollitos en algunos meses.
En los días secos, disfrutaban regando las flores del jardín.
Una tarde de octubre, se percibía en el ambiente un aire especial; el clima estaba pesado y había muchos insectos, como anunciando una tormenta. Don Ramón observaba el cielo y fruncía el ceño. No le gustaba nada. Sus huesos también le avisaban del temporal. Le dijo a su esposa que le convenía guardar la ropa colgada, que había que hacer entrar a todos los animales en el galpón del fondo, y cerrar todas las ventanas de la casa. Luego, se acostaron a dormir.
A medianoche, comenzó a soplar un viento huracanado terrible.
La casa de madera que tantos años los había protegido crujía como quejándose de los embates del temporal. Los animales encerrados ni se movían. Don Ramón observó desde la ventana cómo bailaban los árboles del jardín y rogaba a Dios que quedaran ahí firmes, como centinelas de la casa. Pero fue en vano; la luz intermitente de los relámpagos alumbró el panorama, y vio cómo se desgarraba un enorme lapacho, que cada primavera los había alegrado con sus coloridas flores. Se desplomó sobre el cerco del gallinero destruyéndolo, por completo, pero, por lo menos, su casa seguía de pie.
Don Ramón estaba muy asustado y sólo mantenía la calma para no alarmar a su mujer, que era tremendamente asustadiza. Se asomó para ver un poco más lejos y le dio miedo observar, gracias a la luz de los relámpagos, las copas de los árboles sacudidas como plumeros gigantes, frenéticos, que tocaban la tierra y volvían a levantarse.
Así pasaron unos cuarenta minutos que parecieron eternos. Luego, la lluvia intensa, espesa, cubrió todo el espacio oscuro. Don Ramón y su esposa durmieron intranquilos. Se levantaron cuando los primeros rayos del sol acariciaban la tierra. Don Ramón se vistió, y, antes de desayunar, salió a contemplar el paisaje desolador. El pinar, que él había plantado hacía veinte años pensando en sus hijos y nietos, se hallaba por el suelo. No podía creer lo que veían sus ojos. Los árboles, que hacía unas horas estaban de pie, con sus copas tendidas al cielo, ahora, tenían sus troncos tronchados, como si una motosierra gigante hubiese arrasado todo durante la noche. Estaban desflecados, retorcidos, como si el viento los hubiese usado para divertirse.
Nunca había visto algo igual... Su corazón latía fuerte, su trabajo de plantar, combatir plagas, cuidar que la maleza no cubriera todo había sido destruido en unos minutos.
Se sintió pequeño y triste. Bajó su cabeza, se sentó sobre un tronco derrumbado y se quedó en silencio.
¡Qué sorpresa fue para él escuchar
el piar desconsolado de los pájaros! Centenares de aves se quejaban
y expresaban lo mismo que él sentía. Volaban buscando una
respuesta. No encontraban sus nidos, ni sus padres, ni sus árboles. Estaban
desorientados, dolidos. Su canto era lastimero. Se posaban sobre los
troncos caídos, y sus trinos no eran dulces o alegres, sino de
queja, de dolor, como pidiendo una explicación al hombre que estaba
compartiendo con ellos esa ruina y desolación. Don Ramón percibió que
toda la naturaleza, herida y derrotada, era bañada por los rayos del sol. El calorcito sobre su cuerpo le
hizo pensar que tendría que seguir trabajando como lo había hecho
siempre. Se sentía abatido como las aves; el viento les había
arrancado toda la seguridad que poseían, sus nidos y sus árboles.
Don Ramón pensó que ante las fuerzas naturales, los hombres son
frágiles e indefensos como los pájaros, y que todos deberían saber
que los grandes cambios que se producen en la tierra, alteran su
equilibrio y desencadenan estos desastres. Con tristeza, se preguntó:
¿En qué planeta vivirían sus nietos? ¿Cómo el hombre no se daba
cuenta de todo el daño que estaba provocando? Continuaría con su
trabajo en la chacra, era la ley de la vida, a veces dura e
incomprensible. Pero sus hijos y nietos necesitaban su ejemplo.
---Fin---
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