viernes, 30 de julio de 2010

JORGE GUILLÉN (Valladolid, 1893-1984)
Árbol de otoño

Ya madura
La hoja para su tranquila caída justa,


Cae. Cae
Dentro del cielo, verdor perenne, del estanque.


En reposo,
Molicie de lo último, se ensimisma el otoño.


Dulcemente
A la pureza de lo frío la hoja cede.


Agua abajo,
Con follaje incesante busca a su dios el árbol.

miércoles, 28 de julio de 2010

LUIS CERNUDA (Sevilla, 1904-1963)
El amor

     Estaban al borde de un ribazo. Eran tres chopos jóvenes, el tronco fino, de un gris claro, erguido sobre el fondo pálido del cielo, y sus hojas blancas y verdes revolando en las ramas delgadas. El aire y la luz del paisaje realzaban aún más con su serena belleza la de aquellos tres árboles.

     Yo iba con frecuencia a verlos. Me sentaba frente a ellos, cara al sol de mediodía, y mientras los contemplaba, poco a poco sentía cómo iba invadiéndome una especie de beatitud. Todo en derredor de ellos quedaba teñido, como si aquel paisaje fuera un pensamiento, de una tranquila hermosura clásica: la colina donde se erguían, la llanura que desde allí se divisaba, la hierba, el aire, la luz.

     Algún reloj, en la ciudad cercana, daba una hora. Todo era tan bello, en aquel silencio y soledad, que se me saltaban las lágrimas de admiración y de ternura. Mi efusión concretándose entorno a la clara silueta de los tres chopos, me llevaba hacia ellos. Y como nadie aparecía por el campo, me acercaba confiado a su tronco y los abrazaba, para estrechar contra mi pecho un poco de su fresca y verde juventud.

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lunes, 26 de julio de 2010

FEDERICO GARCÍA LORCA (Fuente Vaqueros, 1898-1936)
Chopo muerto


¡Chopo viejo!
Has caído
en el espejo
del remanso dormido,
abatiendo tu frente
ante el Poniente.
No fue el vendaval ronco,
ni fue el hachazo grave
del leñador, que sabe
has de volver
a nacer.

Fue tu espíritu fuerte
el que llamó a la muerte,
al hallarse sin ruidos, olvidado
de los chopos infantes del prado.
Fue que estabas sediento
de pensamiento,
y tu enorme cabeza centenaria,
solitaria,
escuchaba los lejanos
cantos de tus hermanos.
En tu cuerpo guardabas
las lavas
de tu pasión,
y en tu corazón,
el semen sin futuro de Pegaso.
La terrible simiente
de un amor inocente
por el sol de ocaso.

¡Qué amargura tan honda
para el paisaje,
el héroe de la fronda
sin ramaje!

Ya no serás la cuna
de la luna,
ni la mágica risa
de la brisa,
ni el bastón de un lucero
caballero.
No tornará la primavera
de tu vida,
ni verás la sementera
florecida.
Serás nidal de ranas
y de hormigas.
Tendrás por verdes canas
las ortigas,
y un día la corriente
llevará tu corteza
con tristeza.

¡Chopo viejo!
Has caído
en el espejo
del remanso dormido,
Yo te vi descender
en el atardecer
y escribo tu elegía,
que es la mía.
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sábado, 24 de julio de 2010

BLAS DE OTERO (Bilbao, 1916-1979)
El árbol de enfrente


Este árbol, ¿qué ha visto?
Antes que nada, dime, ¿cómo te llamas?
Pues hay árboles chinos
que yo he visto en España.
(Ella hablaba con voz de soprano. Lo mismo
que aquella moza de Tudanca.)
Jamás te vi junto a un río
en Zamora, Málaga, Ávila,
o cualquier otro sitio
de mi patria.
Tienes las hojas chiquitas, y el tronco, arisco.
Anda, habla,
¿qué has visto
en esta calle de Pekín, angosta y larga,
subido en tu patio, trepando a lo niño?
Oh verde color de caja
de lápices, oh ramas como signos.
(La muchacha, sin duda, canta
muy bien. Su voz anda por el pasillo.)
Anochece. Pekín, jardín de plata
y restos de su esplendorosa pobreza de siglos,
se recoge y descansa.
Trina un grillo.
Árbol amigo, ¿no me dices nada?

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jueves, 22 de julio de 2010

LEOPOLDO PANERO (Astorga, 1909-1962)
A una encina solitaria

La gracia cenicienta de la encina,
hondamente celeste y castellana,
remansa su hermosura cotidiana
en la paz otoñal de la colina.

Como el silencio de la nieve
fina vuela la abeja y el romero mana,
y empapa el corazón a la mañana
de su secreta soledad divina.

La luz afirma la unidad del cielo
en el agua dorada del remanso
y en la miel franciscana del aroma;

y asida a la esperanza por el vuelo,
la verde encina del horizonte manso
siente el toque de Dios en la paloma.

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Luis Cernuda - Jardín antiguo

LUIS CERNUDA (Sevilla, 1904-1963)
Jardín antiguo


                                          A Gregorio Prieto, con
                                          la vuelta de la juventud

Ir de nuevo al jardín cerrado,
Que tras los arcos de la tapia,
Entre magnolios, limoneros,
Guarda el encanto de las aguas.

Oír de nuevo en el silencio
Vivo de trinos y de hojas,
El susurro tibio del aire
Donde las almas viejas flotan.

Ver otra vez el cielo hondo
A lo lejos, la torre esbelta
Tal flor de luz sobre las palmas:
Las cosas todas siempre bellas.

Sentir otra vez, como entonces,
La espina aguda del deseo,
Mientras la juventud pasada
Vuelve. Sueño de un dios sin tiempo.


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domingo, 18 de julio de 2010

JUAN RAMÓN JIMÉNEZ (Moguer, 1881-1954)
Cada chopo

       Cada chopo, al pasarlos,
canta, un punto, en el viento
que está con él; y cada uno, al punto
-¡amor!-, es el olvido
       y el recuerdo del otro.

       Sólo es un chopo -¡amor!-,
el que canta.

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viernes, 16 de julio de 2010

FEDERICO GARCÍA LORCA (Fuente Vaqueros, 1898-1936)
Canción del naranjo seco

Leñador.
Córtame la sombra.
Líbrame del suplicio
de verme sin toronjas.

¿Por qué nací entre espejos?
El día me da vueltas.
Y la noche me copia
en todas sus estrellas.

Quiero vivir sin verme.
Y hormigas y vilanos,
soñaré que son mis
hojas y mis pájaros.

Leñador.
Córtame la sombra.
Líbrame del suplicio
de verme sin toronjas.


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miércoles, 14 de julio de 2010

AU CYPRES DE S. D. DE SILOS
Jean Camp

Clocher vivant dressé vers le ciel qui l’aspire,
Cypres de mon ferveur latin,
Tu méprises la courbe et dédaignes la spire
Et désignes le seul empire
Ou droit tendre notre destin.


2-9-1935

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sábado, 10 de julio de 2010

GUERAU DE LIOST (Barcelona, 1878-1933)
Avets i faigs


Gòtics semblant el faig, l'avet,
puja, segur, l'avet ombriu,
rígid de fulles, d'aire fred,
car és d'un gòtic primitiu.

Amb son fullatge trèmul, net,
ben altrament, el faig somriu,
més joguinós que massa dret,
car és d'un gòtic renadiu.

L'avet és gòtic com el faig.
Són les agulles del bagueny
on de la llum es trenca el raig.

Són les agulles sobiranes
que, en les altures del Montseny,
del vent concerten les campanes.

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martes, 6 de julio de 2010

HENRY VAN DYKE (EE.UU., 1852–1933) Light between the trees

Long, long, long the trail
Through the brooding forest-gloom,
Down the shadowy, lonely vale
Into silence, like a room
Where the light of life has fled,
And the jealous curtains close
Round the passionless repose
Of the silent dead.

Plod, plod, plod away,
Step by step in mouldering moss;
Thick branches bar the day
Over languid streams that cross
Softly, slowly, with a sound
In their aimless creeping
Like a smothered weeping,
Through the enchanted ground.

"Yield, yield, yield thy quest,"
Whispers through the woodland deep;
"Come to me and be at rest;
"I am slumber, I am sleep."
Then the weary feet would fail,
But the never-daunted will
Urges "Forward, forward still!
"Press along the trail!"

Breast, breast, breast the slope!
See, the path is growing steep.
Hark! a little song of hope
When the stream begins to leap.
Though the forest, far and wide,
Still shuts out the bending blue,
We shall finally win through,
Cross the long divide.

On, on, onward tramp!
Will the journey never end?
Over yonder lies the camp;
Welcome waits us there, my friend.
Can we reach it ere the night?
Upward, upward, never fear!
Look, the summit must be near;
See the line of light!

Red, red, red the shine
Of the splendour in the west,
Glowing through the ranks of pine,
Clear along the mountain-crest!
Long, long, long the trail
Out of sorrow's lonely vale;
But at last the traveller sees
Light between the trees!

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viernes, 2 de julio de 2010

Cuento hindú - EL CEREZO

EL CEREZO
Cuento hindú

Hace algunos siglos se fundó en la India la ciudad de Benarés, que creció a lo largo del río Ganges y se hizo famosa por sus espléndidos templos, por donde los monos se paseaban tan libremente como los hombres santos vestidos con túnicas de color azafrán.
      Por las mañanas, los adoradores del sol, con el cuerpo cubierto de cenizas, se adentraban en el río hasta la cintura y ofrecían su salutación al sol naciente. Fuera de los templos, los vendedores montaban puestos de guirnaldas, frutas y dulces, y cuando tocaban las campanas la gente se congregaba para cantar himnos y salmodiar oraciones. Los pensadores se dirigían a la ciudad en busca del significado de la vida, los hombres santos acudían a ella para hallar la iluminación, los dirigentes religiosos iban allí para divulgar sus enseñanzas y la gente corriente, para lavar sus pecados en el río sagrado.
      Además de ser ciudad sagrada, Benarés era un próspero centro comercial. Se fabricaba seda, algo que muy pocas ciudades de la India podían ofrecer, una seda tan pura que era el tejido oficial de todas las ceremonias. En las estrechas y polvorientas callejuelas de Benarés se alineaban las tiendas en las que se vendían sedas bordadas, satenes y brocados tejidos a mano.
      En aquellos tiempos, vivía en Benarés un comerciante de seda llamado Visnú, que era viudo y muy rico. Aquel día en concreto, la casa de Vísnú bullía de actividad. Estaba haciendo los preparativos para emprender un viaje a Asia Central, a donde se dirigía para vender sus lujosas sedas.
      Todos sus amigos fueron a desearle un viaje sin sobresaltos, ya que éste iba a ser largo y probablemente duraría meses. Los amigos, que iban encontrándose y charlando, no tardaron en darse cuenta de que Visnú no les había pedido a ninguno de ellos que se encargara de vigilar sus negocios durante su ausencia. Ni les había confiado su propiedad en caso de que algo le ocurriera. La verdad es que era un viaje peligroso. No sería la primera vez que los bandoleros atacaban a los comerciantes de seda cuando, con sus caravanas, pasaban por el paso de Khyber en las montañas del Hindu-Kush. Al final, tras muchas discrepancias y suposiciones, los amigos se le acercaron y le preguntaron cómo no había confiado sus negocios a ninguno de ellos. Visnú les dejó sorprendidos al decirles que, de hecho, sí que había encargado a alguien que velara por todos sus asuntos.      
      Se lo había pedido a Rao Jí.
      -¿No debes de referirte a Rao Ji, el cocinero de tu casa? –preguntó uno de los amigos. Tal vez Visnú se había trastornado.
      -¿Por qué no? -replicó Visnu-. Rao Ji me atiende muy bien.
      -Pero le pagas para que te atienda -respondió el amigo-.
      -¡No deberías fiarte de los criados en asuntos de dinero! -le advirtió otro-. Y además, un criado no puede ser nunca un amigo.
      -No sólo eso -añadió un tercero-, Rao Ji es de casta baja. ¡Es demasiado pobre y humilde para encargarse de cosas tan importantes!
      Pero Visnú no les quiso escuchar.
      -La casta de Rao Ji me da igual. Para mí ha sido un amigo fiel y me ha cuidado cuando he estado enfermo. Si me pasara algo, no se me ocurre nadie que se merezca más que él para heredar mis posesiones en la tierra.
      Aún así, los amigos no quedaron satisfechos con las respuestas de Visnu. Al final, uno de ellos tuvo una idea.
      -Vayamos a preguntarle al buda -dijo-.
      Resulta que todo el mundo sabía que el gran buda se hallaba de visita en Benarés en aquel momento y que era el monje más sabio de todos. Seguro que sabría aconsejar bien a Visnu y sus amigos.
      Así pues, todos se dirigieron al parque donde el buda, con su túnica amarilla, sentado con las piernas cruzadas bajo un árbol, hablaba con sus seguidores. Visnu y sus amigos le hicieron una reverencia de homenaje. El rostro y los ojos del buda, mientras los miraba y sonreía, irradiaban una luz interior. Juntó las manos y saludó a los recién llegados, y escuchó su problema. Tras ponderarlo en silencio un rato, el buda decidió explicarles una historia, como solía hacer para ilustrar sus sermones.

“Hace muchísimos años, vivía un rey que tenía un palacio rodeado de un precioso jardín en el que crecían numerosos árboles: manzanos, ciruelos y perales. Pero ninguno era tan bonito como el espectacular cerezo que se alzaba en medio de todos los demás. Tenía la corteza de un color rojizo oscuro y el tronco derecho como una columna con ramas que se proyectaban en todas direcciones. Y, como un actor, el cerezo estrenaba un espectáculo todas las temporadas para dejar deslumbrado al rey. En verano, se llenaba de energía y se cubría de brillantes hojas verdes. En otoño, sus hojas se tornaban de un amarillo dorado. En invierno, cuando las hojas caían al suelo, el árbol se mantenía derecho con un aire de orgullo y de solemne dignidad. Pero en primavera el espectáculo resultaba incomparable. Cuando el árbol florecía y caía una lluvia de flores rosas y blancas, el corazón del rey se estremecía. En aquel árbol el rey veía el mismo ciclo de la vida, y, huelga decir, que era la joya más preciada de su jardín.
      En el palacio todos admiraban tanto el cerezo que nadie se fijaba en la hierbita que crecía a su alrededor. Cuando alguien se acercaba al árbol pisaba la hierba, pero como nadie bajaba la mirada ni siquiera la veían. La verdad es que la hierba estaba la mar de satisfecha con su existencia, ya que podía disfrutar del esplendor de su querido cerezo. Nunca estaba sola, los saltamontes la adoraban, en ella jugaban las mariquitas al escondite y los listos camaleones quedaban disimulados en posición de oración. En compañía del bonito cerezo y de otros amigos, la hierba estaba tan contenta que no le importaba que la pisaran.
      Un día, durante los monzones, los criados del rey se dieron cuenta de que el techo de la habitación del monarca empezaba a hundirse. La columna que lo aguantaba se había podrido con el paso de los años y había que cambiarla por una nueva. Si no le ponían remedio inmediatamente, el rey no tendría donde dormir y también se verían afectadas las habitaciones contiguas. El monarca, que estaba muy preocupado, envió a sus criados al jardín para que buscaran un árbol para sustituir la antigua columna. Los hombres midieron todos los árboles, pero sólo hallaron uno lo bastante fuerte para aguantar el techo. Era el árbol preferido del rey, el cerezo.
      -¡No! ¡No! ¡No! -exclamó el rey.
      La sola idea de hacer cortar el árbol le resultaba insoportable. No quería ni oír hablar de ello. Nuevamente, envió a sus hombres a buscar otro árbol y otra vez volvieron con la cabeza gacha. El cerezo era el único que podía salvar el palacio. El rey, sin embargo, no se sentía con ánimos de dar la orden de cortar el árbol. Pero el angustiado monarca no tomó una decisión hasta que sus consejeros intervinieron en el asunto y le convencieron de que, al fin y al cabo, se trataba sólo de un árbol. El rey hizo venir al sacerdote real para que ofreciera plegarias al espíritu de aquel ser vivo y consideró que el anochecer sería el momento más favorable para cortarlo.
      La noticia corrió enseguida entre los espíritus de los árboles y aquella noche el jardín permaneció extrañamente silencioso. Los espíritus de los demás árboles se reunieron en torno al cerezo intentando hallar la manera de salvarlo.
      Todos los árboles estaban tristes, pero la hierba estaba desconsolada. No estaba segura de lo que tenía que hacer, pero sabía que no podía quedarse cruzada de brazos mirando cómo destruían el árbol. Todos los seres del jardín también estaban dispuestos a ayudar si a alguien se le ocurría un plan.
      Al día siguiente, los leñadores llegaron después de la puesta de sol y empezaron a cortar algunas de las ramas que más sobresalían para que fuera más fácil cortar el árbol. De repente, el leñador más joven tocó el tronco y dio un grito.
      -El árbol se ha podrido -exclamó.
      -Pero ¿qué dices? -le espetó el jefe de los leñadores-. Precisamente ayer mismo lo examinamos.
      -Tócalo tú mismo -dijo el joven echándose atrás desconcertado.
      El hombre tocó el tronco. Era blando y viscoso al tacto y había perdido color. Aquel deterioro, acaecido en una sola noche, no sólo les sorprendió sino que les atemorizó.
      -Este árbol debe de ser sagrado -proclamó el jefe de los leñadores-. ¡No debemos provocar la ira del espíritu del árbol!
      El leñador joven estuvo de acuerdo, y decidieron que rastrearían los parques de la ciudad para ver si podían encontrar otro árbol antes de decírselo al rey. No volvieron hasta que hubieron elegido uno. No era tan fuerte ni tan derecho como el cerezo, pero tendrían que conformarse con él.
      El rey sintió un gran regocijo al oír que no habían cortado el cerezo. Pero pronto su alegría se convirtió en desolación al saber que el árbol había muerto misteriosamente. Superado por la emoción, el rey corrió a su jardín para llorar la pérdida del pobre árbol. Pero cuando llegó, parecía que nada había cambiado. El sol brillaba, los pájaros cantaban y el árbol se veía más bonito que nunca. ¡Era un milagro! El rey hizo llamar otra vez al sacerdote, pero en esta ocasión para expresar agradecimiento a los espíritus de los árboles con trozos de hilo ceremonial y agua bendita del Ganges. Por la noche, los árboles del jardín se congratularon y le pidieron al cerezo que les contara el secreto del milagro. Orgulloso, el cerezo les explicó que la hierba había reunido a todos los camaleones del jardín y les había dicho que envolvieran con sus cuerpos el tronco del cerezo para que pareciera blando y viscoso. La felicidad inundó todo el jardín, pero nadie estaba tan contento como la hierba".

      Cuando el buda hubo terminado de relatar la historia, sonrió a sus visitantes. «No importa que los amigos sean pobres, dijo resumiendo el sermón. «Escoged a vuestros amigos, no por la posición que ocupan en la vida ni por su riqueza, sino por su amor y sabiduría.»
      Los seguidores asintieron con la cabeza y Visnu sonrió. Sus amigos, sin embargo, tras aquella lección de humildad, reconocieron que el buda había hablado con sabiduría.

 ---Fin---