Portolá y el descubrimiento de las secuoyas
De cómo los europeos observaron los primeros "palos colorados"
En 1768, Carlos III ordenó a José de Gálvez, su virrey en la ciudad de México, la organización de cuatro expediciones -dos por tierra y dos por mar- para consolidar la presencia española en la Alta California y así evitar el desembarco de colonos ingleses y rusos. Una de ellas, bajo el mando de Don Gaspar de Portolá (o Portolà), un prestigioso militar leridano, debía salir de La Paz (Baja California) y dirigirse primero a San Diego y luego a la llamada Bahía de los Pinos, hoy Bahía de Monterrey (Monterey Bay), un fértil enclave costero conocido vagamente tras las expediciones marítimas de Juan Rodríguez Cabrillo (1542) y Sebastián Vizcaíno (1602).
Se desconoce el motivo, pero Portolá no localizó el puerto de Monterrey y pasó de largo en dirección a lo que luego serían Santa Cruz y San Francisco. Los expedicionarios, esencialmente soldados y padres franciscanos, entre ellos Junípero Serra, acamparon cerca de la actual ciudad de Watsonville y visitaron el lago Pinto (Pinto Lake), donde el padre Juan Crespí, cronista mallorquín de la expedición, anotó la existencia de unos «árboles muy altos de color rojo» que recordaban a los cedros. «Estos árboles son muy numerosos en la región», proseguía Crespí. Como nunca se habían observado especímenes de esa especie, fueron bautizados escuetamente como «palos colorados», equivalente a «troncos rojos», denominación que luego dio origen el inglés «redwood».
El martes 10 de octubre, Crespí escribió:
"Como a las ocho de la mañana salimos tomando el rumbo al noroeste; no pudimos andar toda la jornada que se pretendía por ver a los enfermos más agravados, y que cada día se iba aumentando el número de ellos, y así andaríamos poco más de una legua por llanos y lomas tendidas muy pobladas de unos palos muy altos de madera colorada, árboles no conocidos que tienen la hoja muy diferente de la de los cedros, y aunque la madera en el color se le asemeja, pero es muy diferente sin tener el olor del cedro (…). Hay por estos parajes mucha abundancia, y porque ninguno de los de la expedición los conoce se les nombra con el nombre de su color. Paramos cerca de una laguna que tiene mucho pasto y mucha arboleda del palo colorado; por esta jornada se han encontrado muchos rastros de ganado que parece vacuno (…)"
La escueta anotación es la primera prueba documental del avistamiento por parte de europeos de secuoyas, o más concretamente de secuoya roja o de costa (Sequoia sempervirens), puesto que el descubrimiento de la secuoya gigante o de sierra (Sequoiadendron giganteum) fue aún más tardío y no aconteció hasta 1833. Con toda seguridad, Rodríguez Cabrillo, Vizcaíno y otros marineros que navegaron por la zona con anterioridad, entre ellos el pirata inglés Francis Drake, debieron de observar secuoyas, puesto que los inmensos árboles llegaban prácticamente hasta la costa, pero no dejaron la más mínima constancia del hallazgo de una nueva especie. La única mención corresponde al sacerdote Antonio Asunción, miembro de la expedición de Vizcaíno, que se refirió en un cuaderno de viaje a la presencia de «grandes pinos cuya madera podría ser útil en la reparación de buques», aunque de sus palabras no se deduce que hubiera observado algo extraordinario.
Con posterioridad, la expedición de Portolá estableció un campamento al pie de una inmensa secuoya que fue bautizada como el Palo Alto, denominación que con posterioridad dio nombre a la ciudad de Palo Alto. En recuerdo de sus orígenes, la Universidad de Stanford, que allí tiene su sede principal, cuenta con una secuoya en su emblema. El árbol sigue vivo tras unos trabajos de poda selectiva que le salvaron la vida a finales del pasado siglo.
Obviamente, los árboles gigantes ya eran conocidos para la docena de tribus indígenas que vivían en el territorio potencial de secuoyas, desde la bahía de Monterrey hasta el sur del estado de Oregón, entre ellas los ohlone, los yurko, los miwok, los pomo y los shasta. Las tribus vivían esencialmente de lo que les aportaban el mar o los ríos y tenían un uso limitado de los recursos del bosque denso, circunscrito a la confección de canoas y algunas construcciones. Además, como talar un árbol de esas dimensiones no era nada fácil, parece ser que en la mayoría de los casos lo que hacían era emplear ramas y troncos caídos.
La primera descripción científica del árbol no llegaría hasta 1791, de manos del botánico checo Tadeas Haenke, científico a bordo de la expedición Malaspina, que además recogió semillas que bien podrían haber servido para traer las primeras secuoyas a España y a Europa. En cuanto al origen de la palabra secuoya, es motivo de controversia: lo único que está claro es que el botánico austriaco Stephan Endlichler (1804-1849) fue el primero en emplearla científicamente para referirse a los grandes árboles californianos -Haenke los llamó «cipreses rojos»-, pero no dejó por escrito el motivo de la elección. La etimología más popular sostiene que la palabra procede de Sequoyah (1770-1843), un famoso líder indio hijo de un comerciante blanco y una indígena cherokee, aunque la realidad es que el susodicho nunca llegó a pisar California.
Entre secuoyas rojas. Crédito foto: Humboldt State University Library |
Las secuoyas rojas superaron con buena salud la convivencia con los indígenas americanos y luego la colonización española, con poca tradición en el uso de madera para la construcción. Antes del inicio de la fiebre del oro, se calcula que existían en la costa norte de California unas 800.000 hectáreas, pero la instalación de aserraderos para satisfacer las necesidades de los nuevos asentamientos costeros redujo la extensión drásticamente. A finales del siglo XIX, el 97% del territorio de la omnipresente secuoya roja había sido talado para obtener tablas con la que construir casas de todo tipo, mástiles de barcos, traviesas de ferrocarril y acueductos.
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