10 noviembre 2009

VICENTE BLASCO IBÁÑEZ (Valencia, 1867-1928)
Entre naranjos

"Los naranjos, cubiertos desde el tronco hasta la cima de blancas florecillas con la nitidez del marfil, parecían árboles de cristal hilado; recordaban a Rafael esos fantásticos paisajes nevados que tiemblan en las esferas de los pisapapeles. Las ondas de perfume, sin cesar renovadas, extendíanse por el infinito con misterioso estremecimiento, transfigurando el paisaje, dándole una atmósfera sobrenatural, evocando la imagen de un mundo mejor, de un astro lejano donde los hombres se alimentasen con perfumes y vivieran en eterna poesía. Todo esto transfigurado por aquel gabinete de amor iluminado por un inmenso fanl de nácar. Los crujidos secos de las ramas sonaban en el profundo silencio como besos; el murmullo del río le parecía a Rafael el eco lejano de una de esas conversaciones sostenidas con voz desfallecida, susurrando junto al oído las palabras temblorosas de pasión. En los cañaverales cantaba un ruiseñor débilmente, como anonadado por la belleza de la noche..."
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07 noviembre 2009

GERARDO DIEGO - Tilo


GERARDO DIEGO (Santander, 1896-1987)
Tilo

El tilo aquel de Santa Catalina
en su compás de Siena.
¿No escuchas la cantiga cristalina
que en su copa resuena?

Los ojos cierro en gozos de fragancia.
Tilos de mi niñez.
Cómo salváis el tiempo y la distancia
y estáis aquí otra vez.

Y ya en la pubertad, bajo el celeste
azul, sobre la cal,
el que filtró mensajes del nordeste
en la Rúalasal.

Vosotros entre abejas monacales
de oro sonoro, tilos
que desde el huerto veis surtir cristales
de mi ciprés de Silos.

Porque tu amas los tilos y la calma
de su flor en tus nervios,
quiero aprender de ti a domar mi alma,
mis ímpetus soberbios.

Lección de serenada mansedumbre,
de paciencia encendida.
Flores de ti, mi lámpara y mi azumbre,
la razón de mi vida.

Como la flor del tilo en primavera
contra el insomnio torvo,
beberte en infusión, niña, quisiera,
beberte sorbo a sorbo.


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03 noviembre 2009

JOAN Mª GUASCH - Cirerer florit

JOAN MARIA GUASCH (Barcelona, 1878-1961)
Cirerer florit


Cirerer petit,
cirerer florit
que fas arracades,
digues quina mà
te els ve a cercar
quan les tens granades.

Digues sense por
que et cull la dolçor
d’aquesta florida.

Floreixo en la soledat
d’aquest jardí ple de molsa;
mai ningú m’ha sorollat
per collir ma fruita dolça.

Ella em cau sense dolor
com qui perd les arracades;
però al maig torna l’Amor
i em díu: -Té, les he trobades!...

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30 octubre 2009

ANA MARÍA MATUTE (Barcelona, 1963-2014)
 
Los árboles
de “El río”

     Desde muy niña me atrajeron con fuerza los árboles. Siempre supe sus nombres, pero durante mucho tiempo les llamé de otro modo, sólo para mí, que aún recuerdo. Los árboles de un bosque se diferencian claramente entre sí, como los hombres, a poco de pasar un tiempo entre ellos. Algo hay entre los árboles que no existe en parte alguna. Nada es igual a la sombra de los árboles, a su silencio, a su callada vida. Las hayas, los robles, los chopos, los álamos. Y cada uno de ellos tiene una expresión distinta entre sus hermanos de raza. Recuerdo las tardes, las mañanas, el anochecer, con la luz filtrándose entre los troncos. Aquella vida intensa y muda, tendida alrededor, alzada al cielo. Nunca se está enteramente solo entre los árboles. El viento, las ramas mecidas, el brillo de las hojas, los caminos de la lluvia, las grietas que recorren las cortezas de los árboles, me fascinan. Recuerdo que apoyaba la cabeza en los troncos y pasaba el tiempo como sumida en aquellas rutas enanas, como perdida en un sueño largo, que aún hoy no he podido desentrañar. Tampoco la lluvia entre los árboles es igual a ninguna lluvia. Y el sol, y los ruidos, y el color de todas las cosas.
     El tiempo, que todo lo vuelve ceniza, parece detenerse ante los árboles, y, como el viento, los abraza y se va. Ellos crecen ante nuestros ojos, pero nosotros no nos damos cuenta. Alargan sus ramas al cielo y no envejecen. Acaso, un día, alguien dice: “Ese árbol ha muerto.” Y entonces nos damos cuenta, de un modo brusco, total, de que el árbol ha dejado de vivir, de que sólo es un altivo cadáver en pie. Se deja arrollar cuerdas, cercenar. Cae sin dolor, levanta un polvo leve, caliente, y desaparece con su gran dignidad inmaculada. Nadie puede humillar a un árbol. Nadie le ha visto nunca agonizar. He amado siempre a los árboles y siento su nostalgia. Recuerdo a un árbol alto que se elevaba raramente solitario al principio del camino que iba desde el prado al jardín alto de la casa. Era un chopo de la clase llamada “Carolina”, con el tronco grueso y nudoso y las hojas muy grandes, que plantó un hermano de mi madre cuando era pequeño. En el tiempo en que yo lo conocí, me parecía el mástil de un barco gigante y extraño. Muchas veces, de niños, habíamos jugado a barcos debajo del árbol, o nos habíamos tendido bajo sus ramas, cuando volvíamos del río o de cualquier correría, para sosegarnos antes de entrar en casa y que no advirtieran en nuestra expresión fatigada las andanzas. Aquel árbol era para mí algo natural y solemne, inmune y sabiamente instituido. Inmutable como el sol, no sospechaba cuándo había nacido ni jamás pensé que un día podría morir. Sin embargo, un mañana, mi abuelo dijo, señalándolo con el bastón: “Ese árbol está muerto.”
     Fue para mí como una revelación. De golpe me di cuenta de que había crecido, de que ya no era una niña. De que faltaban seres, objetos, sensaciones e incluso sueños, a mi alrededor. De que ya nadie se tendía junto a aquel tronco para mirar correr a las nubes, entre las hojas anchas, como huyendo hacia un desconocido país. Sentí un dolor hasta entonces desconocido. Un dolor vivo, y, sin embargo, me atrevería a decir que bienhechor.
     Mi abuelo mandó derribar el árbol. Presencié la escena subida al muro de piedras que rodeaba la chopera. Golpearon su base con hachas, le rodearon el cuerpo con una soga. Había algo grande y triste, como de martirio, en todo él. El árbol no perdió un momento su apostura, su gran altivez, en su hermosa muerte. Los golpes de las hachas sonaban claros en la mañana. Dolían y hacían bien a un tiempo. “Ojalá –me dije– se hiciera siempre así, conmigo.” Deseé entonces que las malas nuevas, que los acontecimientos amargos, que la muerte, me llegaran de golpe, valientemente, sin anuncios lentos y falsamente caritativos. Si la muerte o el pesar nos llegasen como llegan al árbol nunca envejeceríamos.

--------------------Foto: Pepe Pascual H.

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