1/31/2016

MAGDA STELLA QUINTERO (Colombia, 1935-1998)
Árbol

Soy un árbol sin ramas,
la soledad es mía.
Ajena la alegría
sobre la voz que clama.

Desnuda y honda llama
gimiendo cada día,
envuelta en lejanías
reposo me reclama.

Árbol sin flor, sediento
golpeado por el viento
desarraigado, inerte.

Árbol que ya no vive
y solo sobrevive
esperando la muerte.

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1/28/2016

1/25/2016

ALMUDENA GRANDES  (Madrid, 1960)
Historia de un olivo

Aquel día, ante aquel olivo encogido, reducido a una caricatura de sí mismo, me sorprendí pensando en su dignidad. Era un adorno en el centro de una mesa.
     Así lo vi por primera vez hace dos años, una miniatura verde y retorcida de hojas finas, minúsculas. No lo esperaba. En el acto de entrega de un premio literario se sucedían las intervenciones, pero yo sólo tenía ojos para él. Era tan pequeño, tan raquíticamente hermoso, tan extraño, que desde el primer momento me negué a contemplarlo como lo que era, un simple elemento de la decoración.
     Otras veces había visto bonsáis pero nunca tan cerca, porque no me gustan. Mis ojos los aprecian, advierten su belleza, y sin embargo, hay algo en ellos que repugna a mi espíritu. Ya sé que los árboles no sienten. Si no creo en el alma humana, no puedo ni concebir el alma vegetal, pero aquel día, ante aquel olivo encogido, reducido a una caricatura de sí mismo, me sorprendí pensando en su dignidad. Y me pareció intolerable que alguien se hubiera atrevido a aplicar una técnica remota, extranjera, bárbara de puro refinada, al árbol totémico de mis antepasados, el símbolo de Atenea, el don que los atenienses eligieron para vincularse a la diosa de la razón, el origen del bálsamo que durante siglos ha definido la cultura de las dos orillas del Mediterráneo. Esa ofensa cruel, imperdonable, me vinculó a aquel olivo concreto, tan especial como si fuera único, como si fuera el último, en la comida de entrega de un premio literario, y apenas escuché a los oradores, los poetas que se sucedían en el estrado.
     Tengo muchos defectos pero, en general, no soy una persona caprichosa. Aquel día lo fui implacablemente. Después de los cafés busqué apoyos, aliados, hablé con unos, con otros, y al final, salí del restaurante con el que ya era mi olivo entre los brazos. Ya había decidido su destino, un camino largo, trabajoso, que aún tardaría algún tiempo en arrancar. Lo coloqué en el alféizar de una ventana de mi casa de Madrid y durante una semana me limité a regarlo, a mirarlo. Después afronté el primer gran momento de nuestra vida en común. Compré un tiesto corriente, redondo y pequeño, cuya capacidad aun así duplicaba la del recipiente en el que había llegado a mi casa, y lo trasplanté. Estaba muerta de miedo, pero enseguida empezaron a suceder cosas maravillosas.
     En el instante en el que el bonsái encontró tierra decidió dejar de serlo y convertirse en árbol. Le brotaron dos ramas tiernas, verticales, de un verde claro y flamante, mientras las minúsculas hojitas de la miniatura que ya jamás sería se secaban a toda velocidad. Una semana después, era una planta extraña, muerta en la zona inferior, viva y pujante en esas dos ramas que crecían hacia arriba a una velocidad vertiginosa. Así me lo traje a la playa, a este rincón de la bahía de Cádiz donde todo crece, donde nunca hiela, y esperé a que se aclimatara. Unos días después, volví a trasplantarlo, lo alojé en un tiesto mayor, de tamaño mediano, empecé a ponerle fertilizante y el crecimiento se disparó. Todos los días subía a la azotea a mirarlo, todos los días me recibía con hojas nuevas, pero eso no era lo mejor. Las hojas más antiguas empezaron a desprender reflejos plateados, a ser de verdad hojas de olivo. Así que, antes de volver a Madrid, lo trasplanté por tercera vez, a una maceta enorme, y lo dejé en casa de unos amigos después de hablar con su jardinero y pedirle que me lo regara con mucho cuidado porque era muy importante para mí.
     Mi olivo estuvo un año entero en esa maceta y el año pasado dio tres aceitunas, tres bolitas verdes y preciosas que justificaban el paseo que daba cada tarde sólo para verlas. El verano pasó, tuve que volver a Madrid, dejarlo solo en Cádiz por segunda vez, pero siguió creciendo, atravesó el otoño, sobrevivió al invierno y este año, en primavera, hice un viaje hasta Rota sólo para transportarlo desde la casa de mi amigo hasta mi casa, donde mi jardinero lo plantó en el lugar que yo le había asignado hacía más de un año y medio, en el instante en que nos conocimos en el centro de una mesa. Y siguieron pasando cosas maravillosas.
     Mientras escribo su historia, lo estoy viendo. Ahora mide aproximadamente 1,20 metros y es, indiscutiblemente, un árbol. Su rama principal, la que con el tiempo será la única, ya tiene un tronco sólido, rugoso, que se destaca de las otras, las que perderá cuando crezca un poco más. Y en todas tiene aceitunas, más grandes o más pequeñas, arracimadas o solitarias. Este año, en invierno, vendré a recogerlas. Calculo que, con suerte, pesarán en total 350 gramos, 400 quizás. Y las lavaré, las pondré en salmuera, las aliñaré y me las comeré.
     Ese será el definitivo final feliz de la historia de mi olivo.

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1/22/2016

AGUSTINA B. VENTRE -LESPIAUCQ
El olivo regula la cantidad de luz que entra en su copa

Los olivos (Olea europaea) tienen la capacidad de modificar la cantidad y calidad de luz que entra en las capas más internas de la copa, tal y como revela un estudio dirigido por la Universidad Complutense de Madrid (UCM) y en el que participa la Universidad de Granada. Además, estos árboles tienen cierto control sobre la variación de luz diaria y estacional, un control que ejercen a través la distribución de las ramas y las hojas de la copa.
“Que un árbol sea capaz de modular una parte de esa luz, en concreto, la que afecta a las hojas de sombra en el interior de la copa, quiere decir que tiene cierto control sobre la cantidad y distribución de ese recurso energético”, explica Agustina Ventre-Lespiaucq, investigadora del departamento de Biología Vegetal I de la UCM y autora principal del estudio, que se publica en la revista Trees.
Esto significa que el árbol “no está completamente a merced del ambiente, sino que puede adecuarlo en cierta manera a sus necesidades, dentro de unos límites”, puntualiza la ecóloga.
Para llegar a esta conclusión, los investigadores han analizado dos poblaciones de olivos situadas en dos áreas de la misma latitud pero con diferentes condiciones climáticas: Aldea del Fresno (Madrid) y San Luis (Menorca).
En cinco árboles de tamaño similar de cada zona, los expertos midieron el espectro de ondas de la radiación solar que las plantas usan para hacer la fotosíntesis. Los registros se tomaron en tres partes de la copa: externa, media e interior.

Luz estable todo el año
El estudio se realizó en el mes de julio de 2011 y en febrero de 2012, para estudiar los contrastes de luz entre invierno y verano. Además, se midieron los valores registrados una hora después del amanecer y a mediodía.
“Hasta ahora se pensaba que la luz dentro de las copas era bastante constante a lo largo del día y del año, pero hemos descubierto que esta luz varía a lo largo del día (hay más a mediodía que por la mañana) y hemos confirmado que es regular a lo largo del año”, afirma Ventre Lespiaucq.
El hecho de que la variación diaria se mantenga durante todo el año indica que es el propio árbol el que está modificando la luz con un patrón regular, taly como revela el estudio.
“Mediante la disposición de las ramas y las hojas, el olivo puede regular la luz que llega al interior de su copa y así asegura unas condiciones lumínicas predecibles a lo largo del día y de las estaciones”, indica Rafael Rubio de Casas, investigador del departamaneto de Ecología de la Univerdidad de Granada y otro de los autores del trabajo.

Hojas con “turnos de trabajo”
La distancia geográfica entre las dos poblaciones arbóreas analizadas no influyó en el comportamiento de los árboles ni en cómo afectó la luz a las copas. Según los expertos, la similitud entre los olivos de Menorca y Madrid se debe a que ambas áreas se encuentran en la misma latitud, con las mismas horas de luz.
En cuanto a las estaciones, aunque haya mayor radiación en verano que en invierno, los olivos consiguieron distribuir sus hojas de tal forma que lograron que la luz que llegaba al interior de las copas fuera estable durante todo el año.
Algo parecido ocurre a lo largo del día. La horas de mediodía son muy luminosas y calurosas, lo que puede dañar a la planta. “Las hojas caturan menos luz al mediodía para no quemarse y aprovechar a recoger más en las horas de la mañana”, comenta la ecóloga.
A diferencia de otras plantas como los girasoles, que mueven su hojas, las del olivo están fijas, dividiéndose en hojas de sol y de sombra, en fución de la luz que les llega.
Es el árbol el que decide cuánta luz atrapan sus hojas y cuánta deja que penetre al interior de la copa, es decir, a las hojas de sombra.
“A mediodía entra más luz hacia el interior de las copas que por la mañana, porque las hojas de sol atrapan menos luz para que esta llegue a las hojas de sombra, En otras palabras, las hojas de sol “descansan” a mediodía para que “trabajen” las de sombra, subraya Ventre Lespiaucq.

Referencia Bibliográfica
Agustina B. Ventre-Lespiaucq, Adrián G. Escribano Rocafort, Juan A. Delgado, María Dolores Jiménez, Rafael Rubio de Casas, Carlos Granado-Yela y Luis Berenguer. “Field patterns of temporal variations in the light environment within the crowns of a Mediterranean evergreen tree (Olea europaea)”, Trees, diciembre 2015. DOI: 10.1007/s00468-015-1328-7.

Fuente: UCM/DICYT
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A mi este artículo me remite a las charlas o los libros de Stefano Mancuso. Cuanto más estudiemos los árboles más nos daremos cuenta que han sobrevivido a base de ingenio y adaptaciones sucesivas, manejando a todo "bicho viviente"
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