11/10/2024

El aumento de la masa forestal

ENRIC JULIANA, en "La Vanguardia", Sept-2024
Cuando los árboles dejan ver el bosque

España es el país con más masa forestal de Europa después de Suecia

El Montseny en otoño

 Este texto pertenece a 'Penínsulas', el boletín que Enric Juliana envía a los lectores  de 'La Vanguardia' cada martes. Si quieres recibirlo, apúntate aquí.

     Cuando un viajero se aproxima a Madrid en avión tiene la sensación de visitar un país muy llano, muy seco y con pocos árboles. “África empieza en los Pirineos”. Esa frase, de timbre francés, fue atribuida a Alejandro Dumas y con toda seguridad fue alimentada por Stendhal en sus notas sobre la vida de Napoleón, en las que llegó a escribir que en España todo era africano excepto la religión. El norte de África empieza al sur de los Pirineos, puede pensar el viajero que mira por la ventanilla mientras el avión se aproxima al aeropuerto de Barajas. Si el visitante viaja en tren o en coche desde Barcelona a Madrid tendrá esa misma impresión al atravesar el desierto de los Monegros.
     España, país seco con bosques menguantes, cada vez más castigados por los incendios forestales y el cambio climático. Playas repletas de turistas y un interior árido y despoblado, con un gigantesco campamento cosmopolita en el centro de la península, muy conectado con Latinoamérica. Esa podría ser una caricatura geográfica de la España actual. Una caricatura muy alejada de la realidad, en lo que a la masa forestal se refiere. Presten atención: España es en estos momentos el segundo país con mayor masa forestal de Europa, por detrás de Suecia. Es el país con una mayor proporción de masa forestal en relación a su superficie, detrás de Suecia, Finlandia, Eslovenia, Estonia y Lituania, superando a Noruega y Suiza, y muy por delante de Alemania y Francia. En España hay 7.800 millones de árboles. 160 árboles por habitante.
     Hace unos meses, el geógrafo Santiago Fernández Muñoz puso el tema de los árboles sobre la mesa y me sorprendió. Habíamos quedado en Madrid para tomar un café y hablar de geografía y política. Fernández Muñoz es profesor de Geografía Humana en la universidad Carlos III, ha trabajado en la AIReF (Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal) en el control de políticas públicas, y dirigió hasta hace un año la unidad de seguimiento del Plan de Recuperación en el gabinete de la Presidencia del Gobierno. Tiene los mapas en la cabeza, conoce los puntos débiles de las políticas públicas y sabe de qué van los fondos de recuperación europeos y cómo se negocia en Bruselas. Fue muy interesante conocerle. Le gustaba el enfoque de Penínsulas y propuso una serie de temas, ese tipo de temas aparentemente desconectados de la trepidante actualidad que explican cosas de cierto calado. A partir de aquella conversación, Santiago Fernández colabora con este boletín aportando ideas y datos. “Seguramente no te imaginas que España es uno de los países con más masa forestal de Europa”, me dijo. “Hemos ido construyendo la imagen de un país reseco, un país en grave riesgo de desertización, muy castigado por los incendios forestales; no voy a negar ese riesgo, pero la realidad es que en España los bosques se han hecho más grandes”, añadió. Me interesó mucho el tema de los árboles. Todos aquellos enfoques que desmienten tópicos son especialmente atractivos. Por lo tanto, hoy hablaremos de árboles con la ayuda de Santiago Fernández.
Coníferas en verde oscuro, Frondosas en verde claro y Masas mixtas en naranja

      Mapas, mapas, mapas. Dicen las estadísticas que la masa forestal empezó a crecer en España a partir de 1975. Podríamos afirmar que después de la muerte de Franco empezaron a crecer los árboles. Esta no la vimos venir. El crecimiento de la masa forestal no figuraba ni en el programa de la Junta Democrática, ni en los pactos de la Moncloa. La foresta empezó a expandirse en 1975 como consecuencia de una constante reducción de la población rural y de las tierras de cultivo. Los expertos coinciden en señalar que 1940 fue el peor año para la masa forestal en España. La miseria de la posguerra empujó a miles de familias a una economía de supervivencia en los aledaños de los bosques. La gente buscaba más leña y roturaba pequeños campos de cultivo para poder comer. Esa situación empezó a cambiar entre los años sesenta y setenta del siglo pasado a medida que se desplegaban los efectos del Plan de Estabilización de la economía: entrada de capitales extranjeros, nuevas industrias, turismo, emigración masiva del campo a la ciudad, definitiva mecanización de las labores agrarias y lenta disminución de las zonas de cultivo. Los expertos dicen que 1975 fue el año de inflexión. El día en que murió Franco, los bosques ya estaban creciendo.
     Desde entonces España ha ganado más de siete millones de hectáreas de arbolado. Ello quiere decir que la superficie ocupada por los bosques ha crecido un 63%. Un proceso similar se ha registrado en la mayoría de los países europeos, aunque con menor intensidad. Cambios demográficos y políticas de reforestación explican el fenómeno. A medida que la población se concentra en las ciudades, el bosque tiende a crecer si hay políticas que lo favorecen. Cuando la población rural disminuye, menguan los cultivos, se recoge menos leña, avanzan los arbustos y, después, los árboles. En los últimos años, a medida que la defensa del medio ambiente iba calando en la sociedad, muchas grandes empresas han querido mejorar su imagen pública financiando importantes campañas de reforestación. Nunca en España había habido tantos árboles como ahora.
     El país cuenta en estos momentos con 28 millones de hectáreas de masa forestal, que ocupan el 56% de la superficie total. 18,5 millones de hectáreas de esa masa forestal son bosques y otros 10 millones corresponden a zonas de arbusto y matorral, con árboles dispersos. En la última década se han perdido un millón de hectáreas de tierras cultivadas, con la consiguiente disminución del número de personas empleadas en la agricultura. Después de 37 meses consecutivos de caída, el empleo agrícola se sitúa por primera vez por debajo del millón de personas y no llega al 5% del total de los afiliados de la Seguridad Social. Son datos muy recientes, de los que informaba Jaume Masdeu en La Vanguardia de este pasado lunes. Hace un siglo no era ese el paisaje. Hay estadísticas sobre la masa forestal desde 1861. Los viajeros que escribieron sobre la España del siglo XIX hablaban de paisajes desolados y desarbolados, como si los españoles odiasen los árboles o se hubiesen lanzado masivamente a por leña. Entre 1860 y 1960 tuvo lugar una intensa deforestación como resultado combinado de la desamortización de los montes públicos y de las propiedades eclesiásticas, y el incremento de las pequeñas parcelas de cultivo para la subsistencia del paupérrimo campesinado español.
     Un libro de reciente aparición, Primavera revolucionaria, del historiador británico Christopher Clark, explica la importancia que tuvo la privatización de los prados y bosques comunales en la germinación de las revueltas sociales que confluyeron en casi toda Europa en 1848. Plagas, hambrunas (terrible en Irlanda), prohibición de extraer leña y pastorear en las antiguas tierras comunales, más la miseria y el hacinamiento de los campesinos transformados en obreros industriales, hicieron fermentar la ola revolucionaria que recorrió Europa mediado el siglo XIX. Una ola que en España, en una muestra más de su singularidad histórica, catalizó el carlismo: la causa tradicionalista del infante Carlos María Isidro de Borbón. El carlismo es uno de los surcos profundos de la moderna historia española. Otro Carlos, Karl Marx, escribió su primer artículo en la prensa criticando la implantación de una nueva ley forestal en Renania. Su padre, Heinrich, era el abogado de los campesinos que pleiteaban contra el nuevo Código Forestal.
     Volvemos al bosque encantado. El Plan de Estabilización de 1959 empezó a cambiar la España desforestada. Recomiendo vivamente una película rodada en 1951, Surcos, dirigida por José Antonio Nieves Conde, con un guión estilizado por el escritor Gonzalo Torrente Ballester. Un encargo de Falange para desalentar el éxodo rural. La gran ciudad es una trampa para el noble campesinado español. Ese era el mensaje. No se trata de una película menor. Es una apreciable adaptación del neorrealismo italiano a las circunstancias españolas. “Hasta las últimas aldeas llegan las sugestiones de la ciudad, convidando a los labradores a desertar del terruño con promesas de fáciles riquezas. Estos campesinos son árboles sin raíces, astillas de suburbio que la vida destroza y corrompe. Esto constituye el más doloroso problema de nuestro tiempo”, decía el texto inicial de la película, firmado por el escritor falangista Eugenio Montes.
     El Plan de Estabilización del 1959, promovido por los tecnócratas del Opus Dei, con la notoria aportación intelectual del economista catalán Joan Sardà Dexeus, antiguo colaborador de Josep Tarradellas en la Generalitat republicana, se llevó por delante el guión de Montes y Torrente Ballester, abrió la economía española al exterior con tasas de crecimiento del 7%, y estimuló un gran éxodo del campo a la ciudad. Después de recuperar Surcos hay que ir a ver El 47, película de reciente estreno, dirigida por Marcel Barrena, que narra la lucha del barrió barcelonés de Torre Baró, levantado por emigrantes llegados de Extremadura, para conseguir que una línea de autobús llegase hasta sus empinadas calles en 1978. Manuel Vital, conductor de la compañía municipal de transportes, militante del PSUC y de Comisiones Obreras, vecino de Torre Baró, secuestró un autobús para demostrar que aquel trayecto era posible. Aquel año, dicen las estadísticas, los bosques ya habían comenzado a crecer.
     Hay más árboles que nunca y ese dato choca con los negros presagios de desertización. Hay más árboles que nunca, por ahora. La población empleada en la agricultura baja por primera vez del millón de personas y la despoblación sigue creciendo en muchas provincias. La región metropolitana de Madrid quiere llegar a los diez millones de habitantes en la próxima década, mientras en los viejos surcos crecen las encinas. Los recientes resultados electorales de la extrema derecha en la antigua Alemania del Este traen consigo diversos mensajes. No todo es culpa de la inmigración. Turingia y Sajonia son los estados con las mayores tasas de despoblación de toda Alemania. Sus habitantes se sienten abandonados y están reaccionando con rabia. Tienen miedo al futuro. Eso sí, hay muchos árboles. El Bosque de Turingia, de 150 kilómetros de longitud, es magnífico.
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11/07/2024

De "CUENTOS DIARIOS"
El susurro de las hojas de otoño

En un valle escondido entre montañas antiguas, existía un pequeño pueblo donde las casas parecían susurrar historias con sus techos de paja. Los árboles se erguían como guardianes, y entre ellos, destacaba uno, un viejo roble que, al llegar el otoño, vestía su mejor traje de hojas cobrizas.
     A los pies de este roble vivía Ailen, una niña de mirada serena y paso ligero que amaba recoger las hojas caídas para tejer historias que contaba a su hermanito Mar. En su suave voz reposaba la calma del bosque, y en sus relatos, la imaginación de los vientos.
     Un día, mientras el sol comenzaba a ocultarse detrás de los cerros, un nuevo murmullo acompañó el crujir de las hojas secas. Era un sonido lento y melodioso, uno que ni Ailen ni Mar habían escuchado jamás. Intrigada, Ailen siguió el sonido hasta encontrar a un anciano fauno de barba como la lana de las ovejas y cuernos adornados con hebras doradas.
     – «Buenas tardes, pequeña Ailen,» – dijo el fauno con una voz tan dulce como el néctar de las flores. – «Me llamo Eliel, y he venido a escuchar tus historias.»
     Ailen, sin dejar de sentir curiosidad y un poco de timidez, se atrevió a compartir un cuento con el amable visitante. Con Mar a su lado y el crepitar de la fogata uniéndose a la melodía de la noche, comenzó a relatar la historia de un río que deseaba conocer el mar. Mientras contaba, el fauno Eliel cerraba los ojos y asentía, sumergiéndose en la narración de la pequeña. A su alrededor, los animales del bosque se acercaban cautelosos, atraídos por la calidez de la voz de Ailen y el ambiente de encanto que se había formado.
     – «Oh, querida niña,» – suspiró el fauno una vez terminada la historia. – «Tu voz es un calmante para las criaturas de este bosque, un puente entre corazones solitarios y almas aventureras. Permíteme ofrecerte un don en agradecimiento.»
     El fauno acercó sus manos a la tierra húmeda y, al elevarlas, creó una pequeña figura hecha de hojas y semillas, una réplica diminuta del roble bajo el que estaban reunidos.
     – «Este será un guardián de cuentos,» – explicó -. «Él cuidará tus historias y las llevará en cada hoja que viaje con el viento.»
     Ailen aceptó el regalo con los ojos brillantes y una sonrisa que reflejaba las estrellas. Su corazón rebosaba de gratitud y de un amor aún más profundo por las maravillas del mundo natural.
     Los días pasaron, y con cada historia que Ailen contaba, el pequeño guardián de cuentos echaba raíces. Cada palabra suya alimentaba al ser de hojas y cada noche, bajo el manto celestial, nuevos relatos nacían. Mar, extasiado, observaba cómo las criaturas del bosque regresaban una y otra vez, dejándose mecer por las olas de la voz de su hermana. Era un danzante espectáculo de tranquilidad y magia, un concierto donde cada ser, desde el más pequeño grillo hasta el más sabio búho, encontraba consuelo.
     Con el tiempo, Ailen advirtió que no solo ella era capaz de inventar cuentos; su pequeño guardián también empezó a murmurar su propios relatos. Historias de horizontes lejanos y de estrellas fugaces que tejían sus propias melodías en el cielo nocturno.
     Así, las noches en el valle se llenaban de fantasía y sueños, y las mañanas, de ecos de historias que aún persistían en el aire. La conexión entre Ailen, Mar y el guardián de cuentos se volvió tan fuerte que el propio valle parecía escuchar y responder con susurros dulces y vivificantes.
     Los habitantes del pueblo tomaban esos murmullos como señales de buena fortuna, y cada vez que el viento traía una nueva historia que acariciaba los campos y doblaba suavemente los tallos de los cultivos, las sonrisas florecían como en la más amable de las primaveras.
     En el crepúsculo de un día tranquilo y claro, cuando los colores del atardecer pintaban el cielo de tonos rosa y violeta, Ailen y Mar, junto al roble y el guardián de cuentos, compartieron un instante plácido. Las palabras no eran necesarias, ya que cada latido, cada respiración y cada crujido de hoja contaba una historia más profunda que las palabras.
     El roble, testigo de cada una de esas noches mágicas, parecía ahora más robusto y repleto de vida, como si también él estuviera escuchando y creciendo con las historias. Su follaje se mecía con una delicadeza maternal, protegiendo los sueños de la niña, el niño y su especial amigo.
     La luna, siempre curiosa, bajaba un poco más cada noche para escuchar mejor las historias de Ailen. Hasta las estrellas competían por asomarse entre las ramas del viejo roble mientras las historias fluían como suaves corrientes de un río de sueños.
     Y así, en medio de susurros, cuentos y sueños, Ailen y Mar se sumían en el sueño, abrazados por la calidez del guardián de cuentos, con la tranquilidad que solo la naturaleza puede dar. La noche los acogía, y el valle entero se sumía en una paz profunda y reconfortante.
     Todos en el valle aprendieron que las historias, como las hojas de otoño, no solo caen y se desvanecen; viajan, tocan y transforman. Y en cada transformación, una pequeña semilla de positividad y esperanza germinaba en los corazones de quienes las escuchaban.
     El fauno Eliel regresaba de vez en cuando, solo para verificar que la magia de la narración y la inocencia de las almas puras siguieran tejiendo el tapiz invisible que conectaba cada vida del valle con los hilos del destino y de la imaginación.
     Un día, muchos años después, Ailen, ya no tan niña, pero con la misma mirada serena, observó cómo Mar, ya casi un joven, tomaba su lugar bajo el roble y comenzaba a contar historias a los más pequeños, su voz llenando de sosiego los corazones de una nueva generación. Aquel guardián de cuentos, ya no tan diminuto y casi tan imponente como el roble mismo, escuchaba con orgullo.
     Las historias de Ailen habían florecido en un bosque de relatos que envolvían cada rincón del valle en un abrazo de sueños compartidos y de noches serenas.
     – «Hermana,» – dijo Mar, su voz aún suave como el manto de la noche, – «nuestras historias han crecido, y verlas vivir por sí mismas es el más hermoso de los regalos.»
     – «Así es,» – respondió Ailen, sus ojos reflejando la certeza de que el amor y la belleza de la imaginación son regalos que perduran a través del tiempo, – «nuestras historias son como las hojas de otoño, bailan con el viento, pero siempre encuentran un lugar donde germinar.»
 
Moraleja: Las historias que compartimos son semillas que plantamos en el jardín fértil de la imaginación. Crecen en la bondad y florecen en la comprensión, nutriendo el alma y conectándonos con la sabiduría de la vida. Así como el suave murmullo de las hojas de otoño, nuestras narraciones tienen el poder de tranquilizar, inspirar y unir, creando un legado de sueños que perdura a través del tiempo.
 
Lo hemos leído aquí
---Fin---

11/04/2024

Thuja plicata, del narrador de historias

Tomás Casal Pita
Thuja plicata

El árbol que nosotros conocemos como Tuya (Thuja plicata) es comúnmente llamado en EEUU cedro rojo occidental, cedro rojo del Pacífico, cedro gigante, tejas, y a saber cuántas cosas más. Se trata de una conífera siempre verde, pariente de los cipreses y nativa del oeste de América del Norte, pero no tiene nada que ver con los auténticos Cedros (y hace unos días decía yo por aquí, que los nombres comerciales de la madera se las traen). En nuestro país su uso es decorativo y como cierre en verde para setos. Según la Wikipedia, el más alto de estos árboles en la actualidad mide 59 metros, así que la foto de 1906 (si lo que pone era verdad) debía ser un espectáculo. Traducido y pasado a metros dice: 
"Cedro gigante, 87 metros de altura y 4, 46 metros de diámetro, se le supone unos mil años de edad”.

     Por último ese recorte de prensa, publicado en The Mason County Journal, (Shelton, W.T.) el día 14/09/1894 en la página 3, dice más o menos lo siguiente: G. A. Dyer de Tacoma tiene en exhibición el árbol más grande jamás mostrado en el estado. Es un cedro cortado cerca de Ocosta, Washington. Ocho hombres tardaron veinticuatro días en cortarlo y cargar los carros. La parte expuesta consta de unos 4,2 m de la base, junto con secciones de las raíces. La característica  base hinchada. Después de talarlo, se dividió en secciones que podían manipularse y se quitó el centro. Ahora está configurado de modo que desde el exterior parece en su estado original, pero por dentro es hueco, y se entra a través de una puerta. El señor Dyer dice que el árbol tenía 124 m de altura y que mide 21,33 m de circunferencia (esto son 6,8 metros de diámetro). Esto incluye los "entresijos" de la base, mientras que a una altura de 10 m su diámetro era de 4,25 m. Había 18,25 metros hasta la primera rama, que se dice que tenía 2,1 m de diámetro. Los primeros 91,5 m tenían 4,5 m de diámetro, disminuyendo desde ahí hasta los 30 cm. en la parte superior. Este árbol se llevará al este para su exhibición cuando cierre la feria.- West Coast Lumberman.
     Naturalmente después de estos datos, y suponiendo que los americanos de la época no nos hayan tomado el pelo, queda claro que los grandes tuyas ya se extinguieron por obra del hombre y de la sierra y nunca se volverá a ver otra tuya en todo su esplendor y magnificencia.

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11/01/2024

 FERNÁN SILVA VALDÉS (Uruguay, 1887-1975)
Árbol dorado

En mi tierra hay un árbol de oro y espinas,
-oro y espinas, todo un símbolo de América-;
oro de buen olor, yo me enriquezco de él
como un moderno conquistador.


Dando mezquina sombra vive años y años,
sin leyendas que lo hagan ni mejor ni peor;
el invierno lo deja desnudo
y el buen tiempo lo viste con borlitas de sol.

Bien florecido alumbra; yo me encandilo en él;
parece un candelabro de mil luces doradas
que se ilumina solo, como de adentro afuera,
para la velada de la primavera.

Es tan maravilloso que al verlo amanecer
así encendido, pienso que la noche anterior
los bichitos de luz han estado de fiesta,
durmiéndose olvidados de apagar su farol

Raro destino el suyo, ser bello y luego útil;
muerto para el paisaje, nacer para el fogón,
y arder en brasas toda una faz de la luna...
¡envidiable destino, ser cada vez mejor!

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