jueves, 30 de junio de 2011

JUAN RAMÓN JIMÉNEZ (Moguer, 1881-1954)

Platero y yo - Piñones (V)

Ahí viene, por el sol de la calle Nueva, la chiquilla de los piñones. Los trae crudos y tostados. Voy a comprarle, para ti y para mí, una perra gorda de piñones tostados, Platero.
     Noviembre superpone invierno y verano en días dorados y azules. Pica el sol, y las venas se hinchan como sanguijuelas, redondas y azules... Por las blancas calles tranquilas y limpias pasa el liencero de La Mancha con su fardo gris al hombro; quincallero de Lucena, todo cargado de luz amarilla, sonando su tintan que recoge en cada sonido el sol... Y, lenta, pegada a la pared, pintado con cisco, en larga raya, la cal, doblada con su espuerta, la niña de la Arena, que pregona larga y sentidamente: ¡A loj tojtaiiitoooj piñoneee...!
      Los novios los comen juntos en las puertas, trocando, entre sonrisas de llama, meollos escogidos. Los niños que van al colegio, van partiéndolos en los umbrales con una piedra... Me acuerdo que, siendo yo niño, íbamos al naranjal de Mariano, en los Arroyos, las tardes de invierno. Llevábamos un pañuelo de piñones tostados, y toda mi ilusión era llevar la navaja con que los partíamos, una navaja de cabo de nácar, labrada en forma de pez, con dos ojitos correspondidos de rubí, al través de los cuales se veía la Torre Eiffel...
      ¡Qué gusto tan bueno dejan en la boca los piñones tostados, Platero! ¡Dan un brío, un optimismo! Se siente uno con ellos seguro en el sol de la estación fría, como hecho ya monumento inmortal, y se anda con ruido, y se lleva sin peso la ropa de invierno, y hasta echaría uno un pulso con León, Platero, o con el Manquito, el mozo de los coches...
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miércoles, 22 de junio de 2011

A. N. AFANÁSIEV (Rusia, 1826-1871)
(recopilación)
El roble encantado
Malo es para una mujer joven tener un marido viejo. Y malo es para un viejo tener una mujer joven. Todo lo que él dice le entra por un oído y le sale por el otro. Es capaz de embaucarle en su propia cara, de salir seca del agua clara. Y aunque el marido conozca todas sus mañas, siempre es ella quien le engaña.
A un buen viejo le tocó en suerte una mujer joven y muy pícara. A la menor reprimenda, ella contestaba:
¡El viejo gandul! A ti no habría que darte de comer ni de beber ni camisa limpia que poner.
Y si no se aguantaba, si intentaba protestar, era peor todavía, así que quiso escarmentarla. Fue al bosque, volvió con un haz de leña y dijo:
¡Qué cosas tan asombrosas ocurren en el mundo! Hay en el bosque un viejo roble que me ha adivinado todo lo pasado y que me ha dicho, además, lo que aún me ocurrirá.
¡Ay, también quiero ir yo! Ya sabes, viejo, que se nos mue­ren las gallinas, que los otros animales no engordan... Voy a charlar con el roble a ver qué me dice.
Pues date prisa. Aprovecha que ahora habla, porque, cuan­do se calle no habrá manera de sacarle una palabra más.
Mientras se preparaba la mujer, el viejo se le adelantó para esperarla metido en un agujero del roble.
     Llegó la mujer, se hincó de rodillas delante del roble y empezó a rogarle y suplicarle:
     —Roble frondoso del bosque, roble adivino y parlante: dime lo que debo hacer. Yo no quiero amar a un viejo. Yo le quiero dejar ciego. ¿Qué pócima servirá para que llegue a cegar?
     —Deja los mejunjes, que nunca han servido —contesto el roble—, pero abre el ojo para la comida. Ponle una gallina asada y con crema aderezada. .No escatimes nada. Que coma todo cuanto quiera y tú a la mesa ni te sientes siquiera. Dale arroz con leche, y que esté bien dulce. Que coma, no te preocupes. Luego, una fuente de rosquillas hechas con mantequilla... Que coma, que coma a su antojo, y verás cómo ciegan sus ojos.
Volvió la mujer a su casa y encontró al marido quejándose en el rellano de la estufa.
      —¿Qué te pasa, viejecito mío? ¿Te duele algo otra vez? ¿Otra vez te has puesto enfermo? ¿Quieres que ase una gallina y ama unas rosquillas hechas con mantequilla? ¿Te parece bien?
      —Pues sí que me gustaría; pero, ¿no está la despensa vacía?
      —Tú no te apures por eso. Mira que aunque no lo creas, me preocupas de veras. Come y bebe cuanto quieras.
      —Siéntate y come también.
     —¡Deja, hombre! ¿Para qué? Tú eres quien debe comer. Yo, por mi parte, con un cantero tengo bastante.
      —¡Ay! Aguarda: dame un vaso de agua.
      —Encima de la mesa está la jarra.
      —¿Dónde? No la veo por aquí.
      —Delante mismo de ti.
      —¿Pero dónde? ¡Si todo es oscuridad!
      —Mejor será que te vuelvas a acostar.
      —Y la estufa, ¿dónde está? Tampoco la puedo encontrar.
El viejo hizo como si quisiera meterse de cabeza en la boca de la estufa.
      —¿Estás ciego? ¿Qué te pasa?
      —¡Ay, Dios castiga la gula! De tanto comer, he dejado de ver.
¡Qué pena me da! Pero acuéstate. Yo voy a un recado; pronto volveré.
Salió toda presurosa a invitar a sus amistades y se organizó una gran comilona. Tanto bebieron, además, que el vino llegó a faltar. Corrió la mujer a traer más.
Entonces el viejo, viendo que no estaba su mujer y que los in­vitados se habían adormilado de tanto comer, se bajó del rellano de la estufa y empezó a atizarles —a unos en la cabeza, a otros en las costillas—, hasta que los dejó patitiesos. Entonces le metió una rosquilla a cada uno en la boca, como si se hubieran estran­gulado ellos solos al comer, y volvió al rellano de la estufa a descansar.
La mujer regresó a casa y se quedó helada al ver aquel cua­dro: todos sus amigos yacían como pajarillos, con una rosquilla entre los dientes. Se puso a buscar una solución, a cavilar en lo que podría hacer con los cadáveres.
Acertó a pasar por allí un tonto.
¡Eh, tú, escucha! —gritó la mujer—. Toma una moneda de oro y sácanos de este apuro.
El tonto cogió el dinero y se llevó los cadáveres. A unos los echó al río por un prórub, a otros los recubrió de lodo... En fin, que los hizo desaparecer y borró todas las huellas.


---Fin---

sábado, 18 de junio de 2011

PEDRO CALDERÓN DE LA BARCA (Madrid, 1601-1681) 
La vida del árbol


En la más oculta sierra.
En el más amono prado.
Nace el tronco, alimentado
De la humedad de la tierra;
Del mismo humor que en sí encierra,
Desnudas ramas arroja.
Y sin costarle congoja
Se halla a su tiempo feliz
Sustendado en la raíz
Y revestido en la hoja.

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martes, 14 de junio de 2011


GABRIELA MISTRAL (Chile, 1889-1957)
Último árbol

                                                 A Oscar Castro.

Esta solitaria greca
que me dieron en naciendo:
lo que va de mi costado
a mi costado de fuego;

lo que corre de mi frente
a mis pies calenturientos;
esta Isla de mi sangre,
esta parvedad de reino,

yo lo devuelvo cumplido
y en brazada se lo entrego
al último de mis árboles,
a tamarindo o a cedro.

Por si en la segunda vida
no me dan lo que ya dieron
y me hace falta este cuajo
de frescor y de silencio,

y yo paso por el mundo
en sueño, carrera o vuelo,
en vez de umbrales de casas,
quiero árbol de paradero.

Le dejaré lo que tuve
de ceniza y firmamento,
mi flanco lleno de hablas
y mi flanco de silencio;

soledades que me di,
soledades que me dieran,
y el diezmo que pagué al rayo
de mi Dios dulce y tremendo;

mi juego de toma y daca
con las nubes y los vientos,
y lo que supe, temblando,
de manantiales secretos.

¡Ay, arrimo tembloroso
de mi Arcángel verdadero,
adelantado en las rutas
con el ramo y el ungüento!

Tal vez ya nació y me falta
gracia de reconocerlo,
o sea el árbol sin nombre
que cargué como a hijo ciego.

A veces cae a mis hombros
una humedad o un oreo
y veo en contorno mío
el cíngulo de su ruedo.

Pero tal vez su follaje
ya va arropando mi sueño
y estoy, de muerta, cantando
debajo de él, sin saberlo.
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viernes, 10 de junio de 2011

JOSEP CARNER (Barcelona, 1884-1970)
Flora urbana


                                          I

Baladre del jardí de la ciutat,
baladre,
fa mal als ulls l'esclat desesperat
       de ta florida:
l'esclat rosat,
endiumenjat,
que en l'hora crua de la tarda
      (amb pols dominical i una sentor marina)
ha vist, enllaçador de la cuinera
bovina,
el soldat groe i blau,
     menjataronges i babau,
o passar el brètol del piano de maneta,
baladre,
amb mocador vermell I amb ulls de lladre.


                                         II

Palmera, ací veïna de la mar
i la trompeteria militar,
palmera
      daurada, empolsegada;
cora una mà de músic, ta branca, tota dits,
polsa les cordes de la marinada.

      Oh tu, l'enamorada
      de l'esclat de la llum, oh tu, vinguda
del marge deis deserts!
Ja adores, feta a la ciutat, la pressa,
el desig, el càntic divers;
      i penses, quan una ombra fatídica es congria,
en l'atuït, en l'acaçat, en qui somia.

Manat de bells trofeus, ¿qui n'ornaràs un dia?



                                       III

Oh plàtans, aigua i vent, sol i matí,
plàtans que feu, secretament, juguesques
sobre aquesta ciutat i el seu destí,
     i empareu el renou, l'anar i venir,
amb moviment de fulles fresques!
Per al cansat desfici i els pensaments novells
ens heu armat una rodona d'ombra,
     al peu de la capçada
per on dringa la llum en cascavells;
palaus de l'ocellada,
recer del cor planyent, dosser del cor feliç,
     plàtans germans dels de les fonts i carreteres
amb una mica de París,
Encara, enfront d'alguna casa més antiga
que, bell punt les murarles arranades,
     bastís un botiguer;
recordareu unes estrofes
de Víctor Balaguer;
jo sé que, de vegades, penseu, mig enyorívols,
     en aquells bons fanals de gas,
i dames agençades
amb mànigues inflades
i el maniguet i la capota amb llaç,
      en senyors de copalta per tot dia
i en més de quatre decidits obrers
que murmuraven, de catxutxa i brusa:
Ja tinc estalvis per a tres telers—.
     Heu vist coristes de Clavé fent barricades,
governadors anant als Jocs Florals,
l'enginy de dinamita dels nous Savonaroles
i l'ert silenci de les vagues generals.
     I, mentrestant, sentíeu la conversa
dels qui volien, contra un fat esquerp,
polida la ciutat com una lira,
en goig de nova majestat el verb.
     I, posat que tornéssim a fretura,
l'afany destriaríeu que innomenable dura
en la veu baixa i el reüll.
Nosaltres i vosaltres, en una ardent espera,
      descomptaríem una remor tota lleugera:
la sort que gira full.


                               IV

Pinet rodó de la muntanya urbana,
pinet rodó
que protegeixes les berenes clares
      i que innocent empares
la tèrbola cançó
i dónes un present de verda fulla estreta
al vagarívol i al poeta,
       i veus, de nit,
la rosa mig desfeta sota el pit
d'enamorada modisteta;
pinet rodó de la muntanya urbana,
       pinet rodó, tot flairadís,
és un puntal ta soca
per a qui llisca en el pendís;
prop la drecera, que descolga
      la teva rel, lliures pinassa a un fogueró;
i al sol ponent dius ta quieta oració,
tu, ficat a l'afrau entre la colla,
o bé en reng de carena, fent fistó.


                                  V

Acàcia, l'acàcia
de bola, sense gràcia
per a ningú, llevat de mi,
      tímida embosta fresca, guarnidora
d'estacions polsoses i jardinet mesquí,
suau penjoll i remoreig de seda
en el meu vell carrer de Sarrià
      que fina a la muntanya
i on, negra nit, ningú no va.
Vaig haver esment d'aquest perfum de ton fullatge
quan, en l'edat primera,
      la verda tofa va donar-me.ombratge
en l'eixida amb clavells i una pensamentera;
fou enmig de ton verd, al sol d'estiu,
que em féu goig i temença al primer niu.
      I de llavors ençà que em plau ta gràcia,
rodona, rossa, repetida acàcia,
tu que em parles encara de la sesta
rural i la requesta:
      —¿Qui em lloga una tartana?—pels carrers
flairant a poma, a palla i a cellers.
I a tu, que eres plantada
davant del meu balçó,
      i al bat lleuger de l'aire que tos serrells hi duia
no hi veies cap florida, cap brotó,
jo, per delit de ta remor tan fina,
vaig posar-te a l'abast, com correspon
un test mig esquerdat amb una clavellina
saltant enfora com un doll de font.
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lunes, 6 de junio de 2011

RICARDO CODORNÍU Y STÁRICO (Cartagena, 1846-1923)
"el apóstol del árbol"
El árbol martirizado
A Juan H-R. y C


      La ignorancia y la rutina hacen que los hombres cometan inverosímiles atentados contra los árboles. En verdad, para que fructifiquen con abundancia, se hace preciso que sus ramas sean directamente iluminadas por el sol, y con tal objeto son podados los frutales, aunque conviene advertir que si esa operación, para tal fin es ventajosa, merma al árbol belleza y salud, y de ello debe prescindirse generalmente en los destinados a adornar jardines y parques, a dar sombra en las calles y a producir maderas en el monte.
       No es esto proscribir las verdaderas limpias, que suprimen las ramillas ni aún el cortar ramas gruesas, cuando fuere preciso como operación quirúrgica para curar el árbol, sin prescindir en este caso de alisar y alquitranar los cortes y siguiendo los demás procedimientos encaminados a que en las heridas no se desarrollen los gérmenes de la descomposición.
       Cierta noche de verano fui a un jardín de estilo francés, que estaba iluminado por la pálida luna, para disfrutar la frescura del aire, hallando compensación a las molestias del día. Me senté en un banco de piedra, y mi espíritu volaba por los espacios etéreos, cuando empecé a oír murmullos incomprensibles, que no pude atribuir a la brisa, ya que no se movía ni una hoja y después percibí.... ¡ideas! sí, verdaderas ideas; sin palabras, expresadas claramente en el idioma usado, sin duda, por los seres incorpóreos, idioma completamente internacional, pero sólo inteligible cuando el corazón rebosa de amor.... lengua algo parecida a la de los ojos de los amantes.
       Los murmullos, las doloridas quejas, provenían de aquellos árboles. Lamentaban que, habiéndolos dotado la naturaleza de majestuosas dimensiones y de formas artísticas en alto grado, el mal gusto, la estupidez humana hubiera convertido el jardín en un laboratorio de vivisecciones, capricho sin duda sólo propio de una estratega neurasténica.
       No era permitido a los pobres olmos que se elevaran mas de tres metros del suelo; al hermoso laurel, símbolo de la victoria, se le daba la apariencia de un estaca hincada en tierra y terminada por una esfera de follaje, bien recortadita, pues parecía pecado mortal que una hoja sobresaliera un centímetro. Así, dándoles rigidez geométrica, desaparecía la armoniosa irregularidad de las copas. Con los cipreses habían formado pilastras, columnas y arcadas; pero los que ponían más lastimosamente el grito en el cielo eran los tejos; esos árboles que parecen simbolizar la eternidad, pues viven hoy ejemplares que conocieron el principio de la era cristiana, cuyo tronco es recto, su cima cónica y en el follaje sombrío se destacan frutos rojos como el granate, siendo la madera excelente para dar forma a las creaciones de los escultores.
        Para satisfacer caprichos propios de esos degenerados, que gozan de ver destruidas las obras de inmortales genios, los pobres tejos habían sido transformados por la tijera del jardinero en antiartísticos pedestales y sobre ellos se alzaban grotescas figuras del mismo follaje, representando pajarracos y cuadrúpedos, cuyas especies no hubiera sabido determinar el mismo doctor Brehm.
        Me pareció que el gusto de contemplar tales extravagancias pedía compararse al que sintieran los potentados de la Edad Media cuando se complacían en ir acompañados de enanos, bufones y hombres deformados, que a seres nobles sólo pueden inspirar lástima y compasión, y también recordé aquellos semisalvajes, que hacen objeto de sus burlas  al tonto o la jorobado del pueblo.
        Ley de talión, ¿por qué acudes a mi memoria?


---Fin---

jueves, 2 de junio de 2011

IVÁN CARVAJAL (Ecuador 1948)
La ofrenda del cerezo

                                    I

Simulacro de la escarcha
en el día soleado,
mapa de un cielo de estrellas
albas y enanas, o un firmamento
que apenas se sostiene
de las cuerdas mecidas
por un rumor de niños que se alejan.
Las flores del cerezo
copan el cuadro de la ventana.


                                     II

Esta ventana se abre al jardín.
Detrás de sus cristales,
la luz y el cerezo.
En este instante
la ventana existe
para que la luz
ilumine el despliegue
de las flores blancas,
de suave balanceo.


                                     III

El mundo podría seguir rotando sobre su eje
aun si no estuviese este cerezo en marzo
sobre la acera de una calle en Washington.
Tal vez ninguna necesidad tenga la Tierra
de su color, de su perfume o de su peso.
Ninguna necesidad de él tienen los imperios.
Seguirán su curso los negocios.
El asesino no detendrá el disparo
ni la víctima se volvería a mirarlo
antes de caer. Que aquí florezca
se debe a la intriga diplomática:
Un obsequio del imperio japonés
a Norteamérica.


                                      IV

Ninguna necesidad tiene el cerezo
que venga de tan lejos y me detenga
a contemplarlo en su milagro.
Nada es necesario para el árbol
salvo la luz, la noche, el agua,
los fermentos, la brisa del Potomac
y el vuelo de las moscas.
La rotación incesante de la Tierra.


                                     V

Para ser, el árbol no necesita que
me detenga a contemplarlo.
No mora el cerezo real en mi palabra.
Mi palabra es tarda, sólo evoca
un cerezo que florecía en Washington
y aquél otro en el jardín de Arga
junto al Mediterráneo. Existen
una avenida que va al Potomac
y una ventana que da al jardín
para guardarlos, y en mi memoria
avenidas de diáfanos cristales
por donde llego al árbol que contemplo.


                                       VI

El poema es movimiento interno.
Memoria, imagen. Luego, vacío.
Imaginación y palabra inventan otro cerezo,
la sombra del cerezo contemplado
en otro lugar una mañana.
¿La sombra?... ¡La luz! La luz
espléndida en la flor del cerezo.


                                       VII

Contemplo el cerezo en su milagro.
Florece. Y aunque me embriaga su aroma,
no estaré aquí para probar sus frutos.
Mi vida depende del cerezo apenas
mientras dure este instante. Un blanco manto
que cae y se mece, un fresco olor,
mi júbilo. Me iré en unos minutos.
Mi vida no depende del cerezo.
Y sin embargo irá el fantasma
del árbol conmigo para siempre.


                                         VIII

El universo continuaría en expansión
sin el cerezo. Seguirán la historia
y las catástrofes. El ascensor descendería
con su carga y en el puente
esa pareja de amantes se abrazaría igual.
Y sin embargo el esplendor del día
se hundiría en mi mente
sin el cerezo en flor.
Sin el fantasma de ese cerezo en flor.


                                          IX

Siembro un cerezo en Chigchirián.
Tal vez un día alguno de estos petirrojos
parezca un sol del tamaño de un puño,
la mancha de un corazón sobre el manto
blanco del cerezo. Tal vez estaré
sentado en una silla del jardín
esperando el milagro. Otro cerezo
distinto de aquellos que contemplé
plantados en una avenida que va al Potomac
y en un jardín que da al Mediterráneo.
Otro cerezo: Hoy mi mano abre
su nido en el suelo. Y espero la lluvia
con unción.


                                           X

¡Una ventana para este cerezo
y una avenida para llegarse a él!
Tampoco se detendría la vida
si no plantase hoy este cerezo,
si un día no llegase a florecer.
Mi política es este pequeño reino
-el huerto de Chigchirián-
apenas consiste en abrir un hoyo
para sembrar el árbol.
Mi diplomacia: la paciente espera.
Que la Tierra gire y con ella el Sol
en torno a su tallo. Que las ramas
sean sacudidas por la lluvia y el viento.
Que florezca y revoloteen las moscas
polinizándolo. Por lo demás,
la historia y las catástrofes
seguirán su curso sin el poeta,
sin el jardín, sin el cerezo.

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