El pequeño plátano fue a las montañas del occidente y, en efecto, encontró una seta roja sobre una roca de ágata. Sin embargo, al regresar junto a su padre, se topó con un leñador. Tenía las costillas rotas y lloraba como si fuera un niño.
—¿Qué te ocurre? —preguntó el pequeño plátano—. ¿No eres ya muy mayor para llorar de esa forma?
—Sí, pero es que no puedo remediarlo —respondió el leñador—. Mientras cortaba leña, me cayó un árbol encima y apenas si puedo respirar.
—No importa —dijo el pequeño plátano—. Toma esta seta y trágatela entera.
El leñador se sintió tan bien que en seguida tomó el hacha y reanudó su trabajo. De nuevo volvió el pequeño plátano al bosque del hada. Esta vez estaba adornándose los cabellos con flores.
—Ya sé lo que te ha sucedido —dijo, al verle—. Te has encontrado con alguien enfermo y le has dado la seta roja.
—Así es —contestó el pequeño plátano—. Un leñador se partió todas las costillas y me dio lástima. Ahora mi padre no podrá enderezar su chepa.
—No te preocupes —le consoló el hada—. Aún hay esperanza. En los mares australes hay una ostra que encierra una gran perla. Házsela tragar a tu padre, porque también ella, como el jarrito de leche y la seta roja, puede devolver la salud a cualquier enfermo.
El pequeño plátano viajó hasta los mares australes y, tras no pocas dificultades, se hizo con la perla. Pero, cerca ya de su aldea,...halló a una mujer tumbada en el suelo y a un niño llorando a su lado.
—Es mi madre —dijo el niño—. Se ha quemado todo el cuerpo. Estaba cocinando, cuando de pronto se le cayó encima un pote de agua hirviendo.
—No llores más —dijo el pequeño plátano—. Con esto se curará.
Y, en efecto, al tragar la perla recobró el conocimiento y desaparecieron todas sus quemaduras. Entonces la mujer metió la mano en una bolsa que llevaba y sacó un hermoso pavo real.
—Acéptalo como prueba de mi agradecimiento —le suplicó la mujer y se marchó camino adelante.
El pequeño plátano fue otra vez en busca del hada, pero no pudo encontrarla. Llorando, se dirigió a la casa de su padre.
—No estés triste —le consoló el viejo Wang—. Una chepa no es tan horrorosa como piensas. Lo que hace repulsivos a los hombres es la maldad.
—Sí —respondió el pequeño plátano—, pero tres veces tuve en mis manos el remedio y otras tantas lo regalé. Lo único que he conseguido, a la postre, ha sido este pavo real.
—¿Y no estás contento? —volvió a decir el viejo Wang—. Los pavos reales son hermosos animales. Especialmente cuando abren su cola.
Como si hubiera entendido sus palabras, el pavo extendió la cola. Era hermosísima. El pequeño plátano descubrió en ella la sonrisa del hada.
—Has sido un buen muchacho —dijo sin dejar de sonreír—. Tienes un corazón tan tierno que, en verdad, mereces que tu padre sea curado.
Entonces el pavo real comenzó a picar la chepa del viejo Wang. Su dolor era tan fuerte que se revolcó por el suelo, como los caballos. Sin embargo, al cabo de nueve segundos su chepa había desaparecido.
— ¡Es asombroso! —repetía el viejo Wang—. Esto se lo debo a tu cariño.
El pequeño plátano dio las gracias al hada, tocando tres veces el suelo con la frente. El pavo real se remontó entonces por encima de las nubes y desapareció para siempre.
---Fin---